jueves, agosto 18, 2016

una bitácora / diez años




Gerhard Richter, Teide Landscape, 1971


Regreso a esta bitácora después de un pequeño descanso, y lo hago con un artículo que trata justamente de ella, de cómo surgió y cuál ha sido su evolución –y la de su autor– a lo largo del tiempo. Me lo encargó la revista Nayagua hace muy poco y parece adecuado compartirlo ahora, cuando Perros en la playa cumple diez años de vida. Qué barbaridad. Y sigue uno con esa sensación –incómoda, paradójica– de no haber parado quieto y de tenerlo todo por hacer…


Desde que abrí Perros en la playa, mi bitácora literaria en la red, han pasado casi diez años. Fue en agosto de 2006, en un momento de profundo desconcierto vital y literario, y quiero pensar que gran parte del camino recorrido –o escrito– desde entonces no habría sido el mismo sin el concurso de esa pizarra pública donde he ido colgando de manera intermitente mi trabajo.

Llegué tarde al mundo del blog, o eso me parece ahora, y cuando lo hice gran parte de mis contemporáneos y colegas disponían ya de un espacio propio en la red. La tardanza –y el ver cómo se las arreglaban los demás– no me dio más soltura ni más seguridad; tardé en encontrar la dicción, el tono de voz. ¿De qué forma debía dirigirme a los posibles lectores? Antes aún: ¿habría lectores? Parecía aconsejable encontrar un término medio entre la informalidad excesiva –muchas veces agravada por el desaliño expresivo y la pretensión de tratar a los visitantes como colegas de tertulia en la barra de un bar– y la distancia olímpica de ciertos figurones que veían la red como un instrumento publicitario más.

El arranque, pues, fue lento, titubeante. Tuvieron que pasar meses e incluso años para que la extrañeza inicial diera paso a una comprensión más o menos cabal de las ventajas y limitaciones del nuevo formato. Y sobre todo para ir encontrando ese tono que me permitiera sentirme cómodo y a la vez alerta, sin caer en las trampas del facilismo y la autocomplacencia. Decidí escribir como si no hubiera nadie al otro lado, como si realmente no tuviera lectores (cosa que, por lo demás, no estaba ni está muy lejos de la realidad). Y combinar el trabajo propio con el cuidado del ajeno, es decir: las viñetas callejeras y cotidianas, los poemas, las notas de poética o los aforismos con las versiones de poesía en lengua inglesa y el asedio crítico a otros escritores. Esa variedad parecía replicar de manera bastante ajustada y espontánea la naturaleza de mi propio trabajo literario, que desde siempre ha simultaneado la escritura propia y la traducción, la creación y la crítica.

Como expliqué en su día en una entrevista publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, la bitácora me resultó estimulante sobre todo por dos motivos: «primero, a diferencia de un artículo de revista, que suele tener una extensión determinada y estar limitada por las características de la página o de la sección donde se incluye, me permitía escribir exactamente lo que el asunto o mi acercamiento a él me exigía; ni más ni menos; no había lugar para perífrasis retóricas ni glosas espesantes […]. En segundo lugar, saber que había lectores atentos [por pocos que fueran, añado ahora] al otro lado de la pantalla me hizo consciente de las vetas más egotistas o solipsistas de mi escritura, así que me propuse abrir bien los ojos y contar lo que veía, olvidarme un mucho del yo y dar cabida al “ellos”: creo que algunas notas de Perros en la playa tienen la virtud de llamar la atención, machadianamente, sobre lo que pasa en la calle, escenas o personajes que despertaron mi curiosidad y que guardan, en su brevedad, un gran potencial narrativo. […] Fue una buena disciplina».

En estos diez años la bitácora ha generado al menos dos libros –el homónimo Perros en la playa (La Oficina, 2011) y una muestra de mis traducciones de poesía de próxima aparición– y acumula más de 800 entradas (poco menos de ochenta al año de medio, que no es un ritmo precisamente vertiginoso). Sigue siendo un espacio modesto, con pocos pero fieles lectores, que no quiere ser más que un reflejo de mis gustos, intereses y averiguaciones. Pero ha sido también un interlocutor paciente que no se conforma con cualquier respuesta y que sigue exigiendo toda mi atención. Si algo he aprendido todo este tiempo, es que sin él estos diez años habrían tenido un sentido muy diferente. Es algo así como el fantasma que, como en el poema de Ashbery, no deja de reaparecer y plantear preguntas incómodas. Lo que nos recuerda que nuestro oficio sigue siendo dar respuesta, testimonio, aunque sea a nada o a nadie.

(publicado en la revista Nayagua, núm. 24, pp. 329-330)