viernes, febrero 26, 2016

anne carson / autobiografía de rojo





Anne Carson, Autobiografía de Rojo, traducción y prólogo de Jordi Doce, Colección La Cruz del Sur, Los bilingües, Editorial Pre-Textos, Valencia, 2016, 270 páginas, 27 €. ISBN: 978-84-16453-46-7

Nueve años justos después de que Hombres en sus horas libres viera la luz en la editorial Pre-Textos, vuelvo a publicar una traducción de un libro de la escritora canadiense Anne Carson: se trata esta vez de Autobiografía de Rojo, publicado en 1998 como Autobiography of Red (aunque la edición inglesa que manejo, de la editorial Jonathan Cape, sea de 2010). Se incluye en la misma colección que Hombres…, La Cruz del Sur, y ve la luz después de un largo periodo de gestación y revisión que ha supuesto incluso replantearse el formato del libro y la maqueta del interior: el libro tiene dos centímetros más de anchura que sus compañeros de colección, pues sólo así podíamos acomodar sin traumas, y sin perder legibilidad, la combinación de verso largo y verso corto que caracteriza a los 47 poemas narrativos (o capítulos) de que consta la sección central del libro.

Autobiografía de Rojo está en el eje de la escritura de Carson. Esta «novela en verso», como reza el subtítulo –lo que no excluye la presencia de materiales adicionales, como es costumbre en su autora–, nos cuenta la historia de Gerión, originalmente un monstruo de alas rojas y tres torsos que protagoniza el décimo de los doce trabajos de Heracles, en especial a la luz de los fragmentos que se conservan de Gerioneis, la obra que dedicó a este asunto el poeta lírico griego Estesícoro (Hímera, Sicilia, h. 630-h. 550 a. C.). Según el viejo relato mitológico, Gerión vivía en la isla de Eritia (la actual Cádiz), más allá de las columnas de Hércules, con un perro llamado Ortro y un hermoso rebaño de vacas rojas y bueyes que Heracles hubo de robarle como parte de su penitencia. Gerión fue en busca de venganza y luchó contra Heracles, pero este lo abatió con una flecha mojada en la sangre venenosa de la Hidra.

Carson toma como punto de partida la reelaboración del mito que ofrece Estesícoro para irse al presente y perfilar un retrato de Gerión como niño enmadrado, consciente de su diferencia, que sufre el acoso sexual y psicológico de su hermano y halla refugio en la fotografía. Al llegar a la adolescencia, se enamora fatalmente de Heracles, que Carson nos pinta con aires de joven Kerouac, encantador de serpientes y algo macarra. Su relación es intensa pero breve y Gerión, desolado, se vuelca por entero en la fotografía, creando un mundo íntimo y habitable que sólo se rompe, tiempo después, con la reaparición inesperada de Heracles. Pero no es cosa de destripar el argumento en esta nota.

Autobiografía de Rojo es un libro feroz y fantasioso que relata el proceso gradual por el que Gerión asume su condición monstruosa: la fascinación que siente por sus alas y por el color rojo (que es también el color de la lava que sutura la historia familiar de Heracles) como pasos previos para entender su propia existencia enigmática. El resultado es un hito de la poesía posmoderna que opta de manera decidida por el anacronismo, la yuxtaposición de registros y referencias dispares para salvar la brecha entre el mundo clásico y el contemporáneo.

Me lo he pasado muy bien traduciendo este libro, aunque debo añadir que es uno de los trabajos más ásperos y complejos a los que me he enfrentado. No sólo por la dificultad de la lengua literaria de Carson, sino también por el frío acerado que respira su mundo, esa sonrisa irónica que uno percibe detrás de cada verso y cada poema. Dije antes que era un libro «feroz». Lo es, pero hay también en él (en sordina, desde luego) mucha ternura y mucha comprensión. Eso, en última instancia, es lo que le infunde vida y lo hace vivir en la imaginación del lector.

Doy el capítulo primero del libro:



I.  J U S T I C I A 

Gerión aprendió justicia de su hermano desde muy pronto.
______

Solían ir juntos al colegio. El hermano de Gerión era mayor y más corpulento,
iba delante
a veces rompía a correr o se agachaba sobre una rodilla para recoger una piedra.
Las piedras hacen feliz a mi hermano,
pensaba Gerión y estudiaba las piedras mientras trotaba detrás de él.
Tantas clases diferentes de piedras,
las sobrias y las misteriosas, yaciendo unas con otras en la tierra roja.
¡Detenerse e imaginar la vida de cada una!
Ahora salían de un brazo humano feliz para volar por el aire,
qué destino. Gerión se dio prisa.
Llegó al patio del colegio. Trataba de concentrarse en sus pies y sus pasos.
Los niños se movían en tropel a su alrededor
y el intolerable asalto rojo de la hierba y el olor de la hierba por todas partes
lo empujaba hacia ahí
como un mar enérgico. Podía sentir los ojos saliéndole del cráneo
sobre sus pequeños conectores.
Debía llegar a la puerta. No debía perder a su hermano de vista.
Esas dos cosas.
El colegio era un largo edificio de ladrillo que iba de norte a sur. Sur: Puerta
       principal
por la que deben entrar todos los niños y niñas.
Norte: Guardería, sus grandes ventanas circulares abiertas a los descampados
y rodeadas por un alto seto de arándanos.
Entre la Puerta Principal y la Guardería corría un pasillo. Para Gerión
eran cien mil millas
de túneles resonantes y un cielo interior de neón que los gigantes abrían de un
       portazo.
El primer día de colegio
Gerión cruzó este territorio extranjero de la mano de su madre. Luego su hermano
cumplió aquella tarea día tras día.
Pero septiembre avanzaba hacia octubre y un malestar crecía en el hermano de
       Gerión.
Gerión siempre había sido estúpido
pero ahora su forma de mirar hacía que uno se sintiera incómodo. 
Llévame de nuevo esta vez lo haré bien,
decía Gerión. Sus ojos agujeros atroces. Estúpido, dijo el hermano de Gerión
y lo dejó tirado.
Gerión no tenía dudas de que estúpido era correcto. Pero cuando la justicia se
       cumple
el mundo se desvanece.
De pie en su pequeña sombra roja, pensó qué hacer después.
La Puerta Principal se alzaba frente a él. Quizá…
Entornando los ojos Gerión se abrió camino entre los fuegos de su mente hasta
       donde
debía de estar el mapa.
En vez de un mapa del pasillo del colegio había un blanco profundo y brillante.
La ira de Gerión fue absoluta.
El blanco prendió fuego y ardió hasta la línea de base. Gerión echó a correr.
Después de aquello Gerión fue al colegio solo.
No se acercaba en absoluto a la Puerta Principal. La justicia es pura. Hacía el
       camino
rodeando el extenso muro lateral de ladrillo,
dejando atrás los ventanales de séptimo, cuarto, segundo y el baño de chicos
hasta llegar al extremo norte del colegio
y situarse delante de la guardería, junto a los arbustos. Allí se quedaba
inmóvil
hasta que alguno de los que estaban dentro se daba cuenta y salía a mostrarle el
       camino.
Gerión no gesticulaba.
No llamaba a los cristales. Esperaba. Pequeño, rojo y erguido, esperaba,
agarrando con fuerza su nueva mochila
en una mano y palpando una moneda de la suerte en el bolsillo del abrigo con la
       otra,
mientras las primeras nieves del invierno
caían flotando sobre sus pestañas y cubrían las ramas a su alrededor y acallaban
todo vestigio del mundo.


miércoles, febrero 24, 2016

notas de un impostor / 5


Para algunos de nosotros, la escritura puede ser no tanto la búsqueda más o menos obsesiva del mot juste cuanto la huida vergonzante –nunca reparadora ni redentora– de la palabra injusta a que nos condena el tráfago social, ese mariposeo irreflexivo o interesado de unos a otros cuya variante más estrictamente mundana es llamada por los necios «comerse el mundo»; algo de ese polen se nos queda pegado a los dedos de la conciencia y reaparece en el instante menos pensado –sólo así se llega al instante que da que pensar–, cuando hacemos una pausa en el trabajo o dudamos a un palmo del sueño y nos asalta, de pronto, el olor pegajoso de la impostura: ¿Qué dije? ¿Por qué? ¿Por qué a X? ¿Qué necesidad había?

Quiere el dicho que al hablar se nos vaya «la fuerza por la boca». La escritura puede ser justamente esa dinamo capaz de recargar la batería que malgastamos diariamente, a condición de preservar o al menos no descuidar ese sentimiento de vergüenza torera que está en la base de nuestras carreras al tendido. Porque escribir, en la mayor parte de los casos, no es sino el modo más seguro de hacer un papelón.

jueves, febrero 18, 2016

dylan thomas / inédito


 
  André Kertész, Washington Square, Winter
Copyright courtesy of Estate of André Kertész © 2015



Un sueño invernal

A menudo en las noches de invierno la luz de media luna
       ve por un ventanal
De frondas y pestañas a los hombres rascando deslizando en la tumba
Una infancia con lengua de lechuza donde hay aves y árboles fríos,

O ahogados agua abajo en las iglesias de los durmientes visitadas por peces
Observando el gritar de los mares mientras la nieve vuela
       y cabalga entre chispas,
El hielo centellea y los granos de arena patinan en las hayas.

Y a menudo por las ventanas de medianoche ve a los hombres
       con ojos invernales,
La noche conjurada de la lluvia del norte en un diluvio
       de fuegos de artificio,
La Osa Mayor levantando las nieves de su voz para quemar los cielos.

Y así los hombres duermen un camino lechoso por entre el frío,
       inmovilizan las olas
O pisan trueno y aire en un bosque sin pájaros, helado,
Sobre el párpado del norte donde sólo el silencio se mueve,

O dormidos acechan entre relámpagos y oyen hablar a las estatuas,
La lengua oculta en el jardín fundido cantar igual que un tordo
Y la blanda nevada extraer un repique del pómulo de mármol,

Ahogados que ya duermen agua y sonido abajo raspan la calle, espectros
Sumergidos en lagos donde la pesadilla de mejillas rosadas
       se mueve como un pez,
Sobre los adoquines va el Arca a la deriva, la oscuridad navega en una flota

O, quedándose quieta, trepa por la colina volada por la nieve
Cuyas cavernas guardan la astilla de marfil del toro de la nieve,
Vértebra fósil de la foca de esqueleto marino, huella helada
       del pterodáctilo.

Pájaros, árboles, osa y pez, estatuas que cantan, diluvios y focas
Se escabullen del durmiente despierto que espera en la mañana
De invierno, a solas en su mundo, viendo pasar el tráfico de Londres.
 
1942



Nota sobre el poema

Este poema vio la luz en el número de la revista Lilliput correspondiente a enero de 1942; cada una de las ocho estrofas iba acompañada de una fotografía de tema invernal. Las imágenes, por este orden, eran las siguientes: una medialuna sobre una colina arbolada con jirones de bruma (de «Brandt»); la silueta de un hombre sobre un lago helado sosteniendo un hacha (a punto de hacer trizas el hielo) (de «Fox»); un oso polar exhalando vapor sobre un risco adornado con carámbanos en el foso de un zoo (de «Darchan»); tres hombres descendiendo de noche por una ladera envuelta por la niebla (de «Land»); una estatua neoclásica de una figura femenina en un parque, desnuda hasta la cintura y recubierta de hielo (de «Land»); un canal entre edificios industriales con el reflejo de una luz lejana (de «Fox»); tres alpinistas con picos y crampones ascendiendo por un glaciar (de «Brassai»); un hombre provisto de paraguas junto a una calle bulliciosa de Londres, sobre la nieve medio derretida (de «Glass»).

El artículo va precedido de un breve párrafo introductorio que aparece bajo la primera fotografía: «De entre miles de imágenes invernales hemos escogido estas ocho porque nos parecía que tenían una curiosa cualidad onírica. Se las mostramos al joven poeta Dylan Thomas y le propusimos escribir algunos versos de acompañamiento. Aquí están las imágenes y aquí está su poema». El propio Thomas hizo referencia al trabajo en una carta a John Sommerfield (6 de enero de 1942): «Me alegra que te gustaran mis versos invernales, hechos a toda prisa con mi dócil máquina Swinburne» (Collected Letters, p. 557). Hasta donde se me alcanza, este poema no ha sido recogido en libro, aunque Ferris explica la referencia en una nota a pie de página.

Como en tantas otras ocasiones, Thomas pecaba de un exceso de modestia. Aunque no es un poema tan densamente elaborado como otros de la misma época, dado su carácter de texto de encargo, «Un sueño invernal» juega imaginativamente con los motivos fotográficos de los que parte sin dejar de ser una obra autónoma con su propia lógica verbal, que anticipa un estilo posterior basado en la repetición.

John Goodby
 

Trad. J.D. / El original, aquí.


Uno de los grandes ausentes de esta bitácora es el poeta galés Dylan Thomas (1914-1953). Aunque a lo largo de estos años no han faltado excusas o motivos para publicar alguna traducción de su poesía (quizá el más importante: el centenario de su nacimiento en 2014), por alguna razón no terminaba de hacer caso a las sugerencias del momento. Es la suya una poesía compleja, desde luego, muy elaborada verbal y formalmente, y eso no ayuda. Y lo he cultivado menos y lo conozco –por tanto– peor que otros poetas de estatura comparable, como Yeats, Eliot o Ted Hughes.

Aun así, podría haber intentado traducir algunos de los poemas suyos que más me gustan, como «Fern Hill» o «The Force That through the Green Fuse Drives the Flower», por ejemplo. Y no descarto hacerlo en el futuro. De momento, me he atrevido con este poema que Thomas escribió por encargo para la revista Lilliput en enero de 1942 y que nunca recogió en libro, ni siquiera en sus canónicos Collected Poems. No es, en rigor, un poema inédito, pero poco le falta. El crítico John Goodby lo recuperó hace poco en el número 226 (noviembre-diciembre de 2015) de la revista Poetry Nation Review, con una nota –que también comparto aquí– en la que detallaba las circunstancias tanto del encargo como de la publicación final. Traduje el poema durante las navidades y la revista Letras Libres ha tenido la gentileza de incluir mi versión en su número de febrero.

No es una de sus mejores piezas, sin duda, y él parece haberlo sabido mejor que nadie. Pero sí exhibe algunas de sus marcas de estilo más distintivas (densidad verbal y metafórica, veladuras surrealistas, anáforas y aliteraciones, y una tendencia a crear patrones complejos que va retorciendo a su gusto) y demuestra que Thomas, lejos de ser el buen salvaje inspirado que ha querido mostrar cierta leyenda, trabajaba sus poemas sin descanso, con astucia y rigor de artesano.

No he podido encontrar las fotos que están en la raíz de estos versos y que ilustraron originalmente su publicación en la revista Lilliput, pero sí una vieja imagen del gran André Kertész que hace justicia, o eso me parece, a la exaltación que hacen de los emblemas del invierno. Ya decía Coleridge aquello de «La escarcha ejerce su secreto oficio…». Thomas parte del mismo sitio para crear un emblema verbal, un tapiz de palabras, que retenga al menos un brillo de esas sombras polares que año tras año (verdad que cada vez con menos fuerza) nos invitan a recogernos en casa y cultivar el sueño de la hibernación.

domingo, febrero 14, 2016

primer acto





–Aquí estás, con las ruinas.
–Es mi sitio.
–¿Llegaste por tu cuenta,
o alguien movió los hilos sin querer?
–Brillaban como nieve.
Eran copos que el viento
mecía en breves remolinos.
–Es triste el espectáculo
de la repetición, el agua
desnutrida.
–Nadie me dijo nada. –Nadie
era la contraseña.
–Hablas como si fuera irremediable.
–Hablamos por hablar, o así parece.
–Pero el niño que hablaba con el cuervo
no decía lo mismo.
–El niño se perdió en el bosque.
                                                 –Huellas
y más huellas en círculo,
como una diana…
                            –Lo recuerdo.
Era una tarde de septiembre
y el calor arreciaba:
polen sucio, álamos orgullosos
como lenguas de fuego.
–Lo recuerdo. Había tres caballos
en lo alto de una colina.
–Lo recuerdo:
el mundo estaba en calma y la casa en silencio.
–Pero el niño que dibujaba cuervos
vivía en esa casa.
–Era una mella en el mirar,
una mota de polvo en el ojo indefenso.
–La vi más tarde,
posada sobre nuestros nombres
en el libro de entradas de la clínica.
–Allí, junto a los árboles nevados,
fuimos felices.
–Pero el niño que alimentaba al cuervo
era el dueño y señor de los pasillos.
–Lo sabes.
                 –Más allá de los árboles no hay nada.
–No. Sí. Quiero decir que has vuelto.
–Aquí estoy, con las ruinas.
–Nunca te fuiste.
–Siempre lejos, siempre volviendo a casa.


jueves, febrero 11, 2016

now+here=nowhere


Puesto que la mitad de la vida ha pasado ya, cómo en este momento no he recorrido ningún camino, sino que, más bien, estoy ahí solamente como uno que se salva del agua, y al que el sol empieza a secar benéficamente. 

J. W. Goethe, Diario (1779)

martes, febrero 09, 2016

reseñas / 2


Esos librinos míos que lancé al mundo hace meses siguen dando alegrías. Si Antonio Rivero Taravillo dio noticia generosa de Nada se pierde en su bitácora, Martín López-Vega hizo lo propio en Rima interna, la columna semana que escribe para la página web de El Cultural. La guinda la puso Juan Manuel Macías, que tuvo la gentileza de colgar en su bitácora el poema «Suceso» (un poema que ha cumplido ya la mayoría de edad, pues se escribió hace más de dieciocho años). A todos ellos, gracias de corazón.

jueves, febrero 04, 2016

shakespeare / un monólogo

 
Habla Lady Ana

[Ante el féretro del rey Enrique VI]
Dejad, dejad aquí por un instante
vuestra honorable carga,
si es que puede guardarse el honor en un féretro,
mientras lloro con lágrimas dolientes
la temprana caída del virtuoso Lancaster.
¡Triste imagen de un rey sagrado,
fría mortaja!
¡Apagadas cenizas de la casa de Lancaster!
¡Resto pálido, exangüe, de una sangre real!
Séame concedido, al invocarte,
que tu espíritu escuche los lamentos de Ana,
la pobre esposa de tu Eduardo apuñalado,
del hijo a quien mató la mano misma
que infligió estas heridas…
Mira, en estas ventanas por las que huyó tu aliento
vierto el bálsamo estéril de mis ojos.
¡Yo maldigo la mano que sembró estos surcos funestos!
¡Maldigo el alma desalmada que lo hizo!
¡Y maldigo la sangre que desangró tu cuerpo!
Un sino más terrible tenga ese miserable
que trajo la miseria con tu muerte
del que merecen víboras y arañas,
sapos y sabandijas…
Si alguna vez engendra un hijo
que sea un monstruo,
un niño prematuro, tan vil y contrahecho
que su madre anhelante se asuste no más verlo,
¡y la maldad sea su herencia!
Si alguna vez encuentra esposa
que sufra más desdicha cuando él muera
que yo por vuestra muerte…
Llevad, pues, hasta Chertsey vuestra sagrada carga,
que salió de San Pablo para hallar sepultura;
y, tan pronto sintáis el peso del cansancio,
haced un alto, mientras lloro el cadáver del rey.


Ricardo III, Acto 1, Escena II, vv. 1-32.


Versión de J. D.




Uno de los proyectos con los que más disfruté el año pasado fue el trabajo de edición de la Agenda 2016 de Vaso Roto Ediciones, dedicada por razones obvias a William Shakespeare, de cuya muerte (por si no se habían enterado) se cumplen ahora cuatrocientos años. De ella han hablado en sus bitácoras respectivas Eduardo Moga y Antonio Rivero Taravillo, dos autores de la editorial que se animaron a colaborar con otros nueve poetas-traductores españoles y mexicanos (Andrés Catalán, Jeannette Clariond, Elsa Cross, Luis Alberto de Cuenca, Julián Jiménez Heffernan, Pura López Colomé, Tedi López Mills, José Luis Rivas, Julio Trujillo y un servidor). Se trataba de traducir un fragmento emblemático del Bardo, a ser posible uno de los muchos monólogos memorables que integran su obra dramática y que nos siguen seduciendo por su enorme lucidez, su penetración psicológica y su riqueza verbal. Aquí comparecen las invectivas rabiosas de Lear, la duda disolvente de Hamlet, la alucinación insomne de Macbeth, la arenga de Enrique V, las mil y una caras de Ricardo III (el gran malvado de este elenco), etcétera…

Yo me reservé el soliloquio de Lady Ana, ese momento, al comienzo de Ricardo III (1592), en el que la ilustre dama contempla el cadáver de Enrique VI y maldice a lengua suelta al jorobado Ricardo, villano de villanos. Es una tirada notable por su brillo retórico y la furia feroz de sus insultos e imprecaciones. Claro que todo sería más convincente si Shakespeare no la rematara con ese no menos célebre encuentro en el que el mismo Ricardo corteja con falsos pretextos a Lady Ana y logra que ella acepte su propuesta de matrimonio… uno de los giros argumentales más sorprendentes y hasta incomprensibles de su teatro. En cualquier caso, la maldición de Lady Ana está entre los puntos álgidos de esta obra y demuestra una vez más (por si cupieran dudas) que la rabia puede ser un combustible literario de primer orden.