lunes, noviembre 30, 2015

notas de un impostor / 4


Asisto a un encuentro de jóvenes poetas y críticos. Durante las dos horas largas que dura el debate se escucha un peloteo trabajoso de citas, conceptos y argumentos. Con una salvedad: a nadie –y esto no puede ser casual– se le ocurre mentar la palabra «imaginación».

Todo más claro, cuando comprendo que soy el único al que esta omisión parece importarle.

jueves, noviembre 26, 2015

tiburón


Ahora que el poeta cubano Orlando González Esteva está a punto de pasar una pequeña temporada en Madrid, me entretengo recordando algunas de las anécdotas que me contó durante mi visita a Miami el año pasado y que anoté metódicamente en mi cuaderno. Anécdotas, por ejemplo, de los cruceros por el Caribe en los que él y su esposa Mara trabajaron como cantantes de música latina durante siete años, de mediados de los setenta a comienzos de los ochenta del siglo pasado. Una verdadera singing school, como diría Heaney, donde se fraguaron en contacto directo con el público y refinaron su espectáculo. Eran historias chocantes, divertidas a veces, también siniestras, y pienso que su protagonista debería ponerlas por escrito alguna vez, antes que sea muy tarde: la pobreza en el interior de la isla de Haití, al viajar en un minibús de Puerto Príncipe a Cabo Haitiano; el encierro en un hotel de El Salvador mientras se oían los combates con la guerrilla dentro del perímetro de la ciudad; la visión de auténticas villas miseria adosadas a la trasera de un hotel de lujo en Tegucigalpa donde tocaban las grandes estrellas latinas del momento, desde Celia Cruz a Rubén Blades: Orlando recordaba estar cambiándose en la habitación del hotel, poniéndose el esmoquin con el que debía salir a cantar, mientras veía, abajo, a hombres que se acercaban a un arroyo de inmundicias a defecar. 

Pero quizá la imagen peor, la que sigue inquietándome, es la de un crucero que incluía, entre sus actividades de recreo, la caza y captura de tiburones. Orlando me aclaró en una carta posterior que era una línea llamada Cruises to Nowhere, cruceros de un solo día que zarpaban a las ocho de la mañana y regresaban a puerto a medianoche, y en los que el entretenimiento consistía básicamente en jugar con máquinas tragaperras, beber, escuchar a los músicos o… cazar tiburones. El camerino de los intérpretes, que estaba separado del escenario por una puerta y luego por una cortina pesada que hacía las veces de telón, estaba orientado a popa, que era donde tenía lugar la caza. Si uno apartaba las cortinillas de la ventana, lo primero que veía, al otro lado del cristal, era el cuerpo muerto y oscilante del tiburón colgado boca abajo. Por un motivo que pronto se explicará, lo primero que se le quitaba al tiburón era la dentadura: un recuerdo a modo de trofeo que el cazador se llevaba a casa. El gran entretenimiento de quienes seguían la cacería era meter el brazo en la boca desdentada del animal, de tal forma que el tiburón reaccionaba como si siguiera vivo y cerraba la boca con un movimiento reflejo, simpático. Esto parecía divertir mucho a los cazadores y a sus familias. Y era lo que veían Orlando y Mara antes de salir a escena y acometer su repertorio de tangos y boleros sugerentes.

De esa carta suya que ya he mencionado, al comentarle que había estado pasando a limpio mi diario de viaje: «Ah, los tiburones floridanos. Aún puedo verlos colgando de la cola, sin dientes, pero abriendo y cerrando la boca cuando algún insensible metía una mano dentro de ella, mientras que detrás de una pared de cristal cubierta por una leve cortina, a pocos pasos de ellos, se presentaba un espectáculo en el que participaban magos, comediantes, cantantes, músicos y bailarines. Me pregunto qué hubiera pasado si uno de esos días, durante el show, uno de nosotros se hubiera vuelto, caminado en dirección contraria al público y descorrido la cortina. La escenografía o telón de fondo hubiera espantado a más un viajero. Muerte y diversión en vivo, a todo color».

lunes, noviembre 23, 2015

grajos



Ante mi cuarto,
al otro lado de la calle,
una vieja pared de piedra
es un nido de grajos:
pequeñas muescas,
negros resquicios en la fábrica
de donde cuelgan hilos,
restos de barro y grano
escondido hace días,
a resguardo del viento.

Algunas tardes,
con la luz de febrero,
los grajos bajan a la tierra:
un solar descuidado,
zanjas enfermas,
arena y grava.
No hay nada que mirar,
nada
que llevarse a la boca:
sólo chillan y chillan,
holgazanes,
jactándose de su alboroto.

Ser quien se ocupa
de bajar las persianas.
Así la tarde se completa,
ocupa su perímetro.
El punzón del temor
va luego, más oscuro,
por la sangre,
y todo es un deseo
de estar en otro sitio,
otra vida. De noche,
atados al sedal del sueño,
vuelven los grajos al baldío,
pero allí su chillar
es inaudible,
una misma sílaba que percute,
taimada,
a ras de piel.

Es mi nombre, dice la sed.
Es mi nombre, dice la espera.


1993 / 2013


Más, aquí.




lunes, noviembre 16, 2015

notas de un impostor / 3


El mundo, lo real, eso sobre lo que escribimos, exige un respeto, un pacto de lealtad. Pero no se debe (ni puede) ser demasiado respetuoso, porque entonces no habrá espacio ni libertad suficientes para maniobrar y añadir nuestras notas a pie de página. En rigor, la creación supone, al menos inicialmente, un acto de profanación. Quien pinta o escribe es un iconoclasta, alguien que se rebela contra lo dado y procede a borrar una zona de lo real para inscribir en ella sus propios signos. Borrar, despintar, empalidecer las formas y los colores del mundo como estadio previo de unos trazos que intentan incorporar, cada cual a su modo, la huella o la sombra de lo borrado. Forzar la retracción o el desvanecimiento de una parcela del mundo porque sólo así nos sentiremos legitimados para ocuparla, como una variante perversa del mito del origen que postula la cábala luriana.

Es la idea del palimpsesto, sí. Pero también la certeza –no siempre asumida cabalmente– de que el mundo se vale por sí mismo y no precisa de nosotros. Más bien, somos nosotros quienes necesitamos de lo real, quienes insistimos en marcarlo con nuestras incisiones para así, gracias a ellas, creernos parte de la totalidad, de esa red de sentido que intuimos detrás de las apariencias. No sabemos reconocer el mundo sin reconocernos en él; no sabemos leerlo sin antes profanarlo y poner algo de nosotros en su meollo. De ahí que crear sea, antes que nada, negar y obliterar; destruir para luego rehacer (re-make / re-model, cantaba Bryan Ferry en 1972 con nervio premonitorio).

En otras palabras, y con un pequeño toque apocalíptico. Tenemos celos de la autonomía indiferente de lo real y queremos hacernos notar a toda costa. Por ello, armados de herramientas que hemos ido creando en progresión geométrica pero cuyo poder y alcance comprendemos sólo a medias, nos hemos convertido en plaga. Por ello, frágiles recipientes de una imaginación que igual sirve –pongamos por caso– para erigir presas que para pintar marinas, hemos llegado a un punto en que nuestras creaciones mismas son otra plaga.

jueves, noviembre 12, 2015

charles reznikoff / dos poemas



saludo y despedida

Mientras esperaba a cruzar la avenida
vi a un hombre que había ido a la escuela conmigo:
habíamos sido compañeros
y nos reconocimos al instante.
«Qué calor, ¿no?», le dije,
como si nos hubiéramos visto ayer, «lo menos estamos a 95 grados».
«Oh, no», respondió, «todavía no he llegado a los noventa y cinco».
Luego sonrió con tristeza y dijo,
«Sabes, estoy tan cansado
que por un momento pensé que te referías a mi edad».

Caminamos juntos un rato y me preguntó qué estaba haciendo.
Aunque, por supuesto, no le importaba.
Luego, educadamente, le pregunté por su vida
y él también respondió con brevedad.
En la escalera de entrada al metro me dijo,
«Me da vergüenza confesarlo,
pero he olvidado tu nombre».
«Descuida», respondí,
«yo también he olvidado el tuyo».
Al decir esto nos sonreímos con amargura,
dimos nuestros nombres, y nos despedimos.


te deum

No son victorias
lo que canto,
pues en nada vencí,
sino el sol cotidiano,
la brisa,
la holgura de la primavera.

No victorias,
sino el hacer mi labor cotidiana
tan bien como pudiera;
no estar arriba en el estrado
sino en la mesa compartida.



trad. J.D. / el original, aquí.

 

Conocí originalmente a Charles Reznikoff (1894-1976) gracias a un ensayo de Paul Auster incluido en la primera edición de sus textos críticos publicada por Edhasa, El arte del hambre. Otro Charles. Otro poeta judío neoyorquino que fue (paradójicamente) admirador y alumno a distancia de Pound durante los años inmediatamente anteriores a la Segunda Guerra mundial. Otro «objetivista», en suma, pero muy distinto de los más secos y dogmáticos Oppen y Zukofsky. Ya en las citas que Auster incorporaba a su artículo se advertía esa frescura tan suya, ese modo casi impresionista de recrear una escena o una situación con dos pinceladas.

Hacia 1998 encontré su poesía completa, los dos volúmenes publicados por Black Sparrow Press (la editorial de Bukowski, entre otros), en una librería de viejo de Oxford, y los compré sin pestañear (ni regatear). Autor de una sola y temprana novela, By the Waters of Manhattan, que pude leer hace años cortesía de Jorge Ordaz, y de dos grandes libros unitarios (Testimony y Holocaust) que merecen capítulo aparte, la mejor poesía de Reznikoff es una celebración de lo humilde y lo fugaz, un esfuerzo constante por revestir de su antigua belleza a lo que nos rodea y que, curtidos en la indiferencia, ya no vemos. Su materia prima es el paisaje vulgar y desvencijado de la gran ciudad, la prosa sugerente de la vida cotidiana. Como dice en uno de sus últimos poemas, «Ciudad II»: «¡Escuchad! / La sirena del coche de policía, / y esa otra, la de los bomberos. / También nuestra ciudad tiene sus pájaros nativos». Algún viejo lector de esta bitácora quizá recuerde algunas de esas piezas breves, que subí a la red hará seis o siete años, y en las que el viejo vendedor de sombreros judío se ha transformado para sorpresa de todos en un sabio oriental.

«Saludo y despedida» es bastante extenso para lo que es costumbre en el último Reznikoff, y su mezcla de ternura, resignación y escepticismo me parece modélica. «Te Deum» es uno de sus poemas más celebrados y se lee, a la distancia de los años, más como un credo personal que como una poética. Son textos muy distintos, pero creo que se complementan bien. La dificultad que conlleva traducirlos está en dar con el tono, entre suelto y conversacional, no caer en lo redicho o lo envarado. Aunque «Te Deum», a decir verdad, casi parece escrito para ser grabado en piedra; algo tiene de la solemnidad y el sentido de la ocasión de un epitafio. Y quizá por eso mismo sigue encontrando lectores apreciativos.

Unas palabras sobre la foto. Fue tomada en el apartamento de Reznikoff por Abraham Ravett en diciembre de 1975 y es quizá la última hecha en vida del poeta, que murió un mes más tarde. Hay algo en ella, en la mirada y la pose de su protagonista, que me impresiona. Una mezcla de tristeza y mansedumbre, las manos entrelazadas, los ojos puestos en un punto impreciso del espacio. Y esa luz azulada que se desprende de la camisa, la corbata curvada dócilmente sobre el pecho. Hay que conocer a fondo la vida, haber tenido un trato muy íntimo con ella, para llegar así a su final.



lunes, noviembre 09, 2015

el aforista


José Luis Trullo ha tenido la gentileza de plantearme algunas preguntas sobre el aforismo en su revista virtual llamada, precisamente, El aforista. Este «cuestionario Chamfort», al que he intentado responder por breverías, para no desentonar, va acompañado de una pequeña muestra de mi trabajo en el género (aunque a los lectores habituales de esta bitácora gran parte de esa muestra os resultará familiar). Y, por si fuera poco, Trullo reseña brevemente Perros en la playa en compañía de los nuevos libros de Mario Pérez Antolín (Oscura lucidez) y de mi querido amigo Elías Moro (Algo que perder). Estoy de enhorabuena. Gracias, José Luis, por tu hospitalidad.

jueves, noviembre 05, 2015

charles tomlinson / 1927-2015





(El poeta inglés Charles Tomlinson murió el pasado 22 de agosto. Su estado de salud se había agravado notablemente este verano, pero la noticia, con ser esperada, no fue menos triste. Cuando escribí estas líneas de homenaje, no era consciente de que se habían cumplido exactamente veinte años de mi primera visita a Brook Cottage, la casa del poeta. Fue en noviembre de 1995, y las fotos demuestran que mi memoria, la misma que ha dictado los primeros párrafos de esta nota, no me engaña demasiado.

Una versión reducida de este escrito vio la luz en el número de octubre de El Cuaderno.)


Recostada en el fondo del valle, la casa –o más bien, la vieja pareja de cobertizo y establo («con crin ligaban la argamasa: había caballos») que era su hogar desde 1958– brillaba como un lingote; una caja de cerillas abrochando la cremallera del río, rozándose con la vegetación oscura (acebos, castaños, nogales, algún roble) que crecía en la orilla. Al otro lado, una ladera con pastos: cercas de madera, un rebaño de ovejas, vacas tranquilas. Una escena inverosímil de puro idílica, a pesar de que era noviembre; el cliché de la arcadia inglesa. Pero el hombre que miraba a su alrededor con aire satisfecho, refiriéndome los accidentes del terreno mientras fruncía el ceño y se frotaba las manos heladas, llevaba un coqueto béret francés (las fotos dicen que azul marino) y no se resistía a interrumpir sus comentarios para citar en voz alta a Mallarmé: «Mon âme vers ton front où rêve, ô calme sœur, / Un automne jonché de taches de rousseur…». El acento sonaba escolar, pero el énfasis era impecable, con especial atención a las vocales largas y las rimas, entonadas sin pedantería. El aire se volvió más tibio de pronto, como si hubiera soplado directamente desde Valvins.

Poco después, sentados a la mesa de la merienda, la ingenuidad con que acepté su invitación a probar su amado gentleman’s relish (una pasta de anchoas de textura arenosa y sabor alquitranado que no puedo recordar sin estremecerme) lo puso de buen humor para el resto de la tarde. Aquel mejunje era una pervivencia de su paladar infantil, un eco del joven Tomlinson criado en la penuria de una Inglaterra proletaria que él, sin embargo, recordaba sin nostalgia pero también sin rencor. Como ha recordado su editor Michael Schmidt, «se alegraba de no haber padecido “la suave opresión de la prosperidad”». Y el mismo Charles, comentando uno de sus grandes poemas de madurez, «The Return» («El regreso»), había definido su infancia como un tiempo «de carencias, pero a la vez repleto de posibilidades insospechadas». Su estoicismo no exento de picardía, afirmado por la vitalidad y el buen humor, desdeñaba las quejas y las excusas de mal pagador. Nada de perder el tiempo lamentando lo que fue o lo que podría haber sido. «La casa se construye con lo que ahí encontramos», y así también la vida, la poesía, los espacios complementarios de la familia y la palabra, la amistad y el arte. Como escribió en otro poema célebre: «El azar de la rima es el azar de los encuentros: desde ese mismo instante / lo fortuito se vuelve, por encontrado, vinculante».


 Nuria González, 1995


Esa vida se cerró el pasado 22 de agosto, a los 88 años. La noticia no fue una sorpresa para quienes estábamos más o menos al corriente de su estado, pero no por ello fue menos triste. Poeta, traductor y crítico literario, artista gráfico, profesor universitario, viajero impenitente… la lista de sus méritos es tan extensa como la de sus amigos y lectores, pero más importante que cualquier inventario es subrayar la coherencia rigurosa que animó su itinerario vital y creativo. Una coherencia, por lo demás, que abundó en riquezas y paradojas inesperadas: el inglés casi estereotípico que habita su hogar de hobbit sin dejar de recorrer medio planeta, de Italia a Japón, de Grecia a Nuevo México; el poeta de la naturaleza capaz de leer con lúcida ferocidad las superficies de la vida urbana; el admirador del estilo neoclásico de Dryden y de Pope que dedicó gran parte de sus esfuerzos juveniles a introducir la poesía norteamericana de vanguardia (Stevens, W.C. Williams, los poetas objetivistas, el grupo Black Mountain) en la Inglaterra de su tiempo; el notario puntilloso de su tierra, obsesionado con la noción de lugar y con acotar el suyo propio en la trama intrincada de gremios y clases sociales en su Stoke-on-Trent natal, que fue también el poeta inglés más cosmopolita y volcado hacia Europa de su generación, traductor de Fiódor Tiútchev y Antonio Machado, lector de Ungaretti y Philippe Jaccottet, amigo y colaborador de Octavio Paz…

El poeta, en fin, que hizo del mirar un arte, empeñado en aunar las lecciones del empirismo y de la imaginación recreadora, tan fiel a los datos de la percepción como a la memoria que ahonda y sintetiza, pero que a la vez, en sus collages y decalcomanías, plasmó paisajes interiores que observan las leyes del deseo y la metamorfosis, un edén de formas que juegan, charlan y se niegan a estar quietas. Su entusiasmo juvenil por la obra visionaria de Blake (a quien emuló en un libro –Nightbook– que duerme felizmente en su archivo) lo vacunó para siempre contra la tentación de la verbosidad y el subjetivismo miope, pero fue ese mismo aliento onírico el que dio vida a su trabajo visual. En poesía, sin embargo, halló modelos en la reticencia elegante y rococó de Wallace Stevens, la sobriedad sincopada de W.C. Williams o el diálogo a tres bandas entre percepción, imaginación y memoria que alimenta el otro romanticismo, el de los poemas conversacionales de Wordsworth y Coleridge. Su verso tiene la claridad del cristal o del diamante, pero es un cristal que mira y piensa, que camina de la mano del mundo y registra sensaciones con la precisión de un sismógrafo que luego, en la página, dibujara terrarios y jardines.



Brook Cottage, Richard Swigg


Charles halló muy pronto residencia en la tierra de nuestro idioma gracias a la amistad cómplice y admirativa de Octavio Paz. La mayoría de sus amigos españoles y mexicanos lo fueron porque, a su vez, eran amigos y colaboradores de Paz. Su vínculo con México y, más tarde, con España, fue íntimo y profundo. Sus poemas sobre México, extensión de los que dedicó en la década de 1960 al sur de Estados Unidos, se leen como un diario intermitente de sus viajes por el país: la frescura y la perspicacia de sus sondeos están hechas de cercanía y extrañeza, asombro y admiración; parece tener un sexto sentido para el dato significativo, el detalle humorístico, la distorsión que su propia presencia introduce en la escena.

Por contraste, sus viajes a España fueron pocos y tardíos. Como muchos ingleses de su generación, se negó a visitar el país durante la dictadura de Franco. Quien solía definirse como anarquista tory sintió toda su vida una repugnancia visceral por cualquier forma de autoritarismo. Pero aquí halló, durante la década de 1990, lectores cercanos y atentos que le consolaron de algunas decepciones domésticas. Uno de ellos, Juan Malpartida, coordinó una antología de título significativo (La insistencia de las cosas, 1994) que tomaba como germen o cimiento las versiones que Octavio Paz había hecho más de veinte años atrás. Serían el punto de partida de otras muchas, en México y en España.

Parece claro que con sus versiones Paz no quiso únicamente saldar la deuda contraída desde que Tomlinson, a la vuelta de su primera visita a México, tradujera algunas piezas breves de Días hábiles («Madrugada», «Aquí», «Paisaje»…); fue también el modo de expresar su admiración por una poesía que, sin renunciar a la imagen luminosa y la palabra medida, salía una y otra vez al encuentro del mundo. En su amigo inglés Paz halló al vástago improbable de Wordsworth y Valéry: la herencia del romanticismo pasada por el tamiz de la modernidad constructivista. Rigor, sí, ma non troppo. La mezcla era seductora para un Paz que venía cansado de las vetas más lenguaraces de la vanguardia, sobre todo la hispanoamericana. El trato con Tomlinson le llevó a Wordsworth (El preludio) y de ahí a concebir el plan de un poema autobiográfico, lo que ahora conocemos como Pasado en claro. Diría incluso que en la lección de equilibrio y claridad analítica de esta escritura, en su respeto escrupuloso por el mundo sensible, llegó a ver una virtud moral: el pudor o la reticencia como una forma suprema de higiene; y sin la obsesión francesa de cortar pelos en tres que confundió incluso a un poeta como Ponge.

Por lo demás, las afinidades no pueden ocultar las diferencias. Las cartas nos dicen que la fase más intensa de su diálogo tuvo lugar durante los años que siguieron a la escritura y montaje de Renga, cuando Paz halló en nuestro poeta un interlocutor fiable y eficaz que compensaba esa desidia latina a la que nunca terminó de resignarse. Pero Charles estaba lejos de la pasión política de Paz. Sin llegar a lamentarla, la vio como un estorbo, una interferencia que ponía en entredicho el impulso creativo. Los escasos poemas de corte político de Tomlinson (como el justamente famoso «Asesino», puesto en boca de Ramón Mercader) son más bien retratos psicológicos, denuncias de la ceguera o el embotamiento emocional que induce la fe revolucionaria. Mercader es literalmente incapaz de ver a su víctima. Nada en su adiestramiento ideológico le ha preparado para el caudal de sangre que mancha la mesa, los libros, su propia ropa. La materialidad grosera de la sangre es la venganza que la vida concreta, el cuerpo irreducible de la vida, inflige en la mente ofuscada por el fanatismo.

La obra de Charles Tomlinson se cumplió, a todos los efectos, con la publicación de sus New Selected Poems (Carcanet, 2009). Desde entonces, ingresó en un mutismo que la muerte no ha hecho sino confirmar. Quedan sus poemas y traducciones. Quedan sus ensayos, impecables, pegados a la letra de la obra y sin embargo capaces de iluminarla desde ángulos insospechados. Queda su voz, recogida en las grabaciones que Richard Swigg fue haciendo durante años y que abarcan no sólo sus propios libros sino textos centrales en su formación como La tierra baldía, sin duda la mejor lectura del poema de Eliot que he leído nunca (algunas de estas grabaciones se pueden escuchar en PennSound, portal de la Universidad de Pennsylvania). Que nada habría posible sin la compañía, el apoyo y la complicidad de su esposa Brenda, como él mismo se encargaba de repetir cuando tenía ocasión («Le doy a leer todo. And damn it, she’s always right!»), no es sino otra forma de llamar la atención sobre esa continuidad fundamental que, por debajo de las paradojas aparentes, define su vida y su obra; una fidelidad ejemplar al arte como educación de los sentidos y lección de vida que todo lo imagina o anticipa, hasta su propio final: «Mariposas amarillas / que transitan nerviosas / de flores escarlatas a flores de bronce / desaparecen cuando la noche aparece».


Nuria González, 1995

lunes, noviembre 02, 2015

laurel






A Fernando Menéndez


Tiramos la pared al cuarto día.

Allí, junto a la piedra y el cerco de maleza,
olorosos y oscuros,
crecían los laureles. Eran viejos,
tanto quizá como el establo,
pero mucho más firmes. Nada
se podía con ellos. Fue preciso
cavar bien hondo
y extraer la mellada roca de los cimientos,
comprobar de qué forma la raíz
había prosperado,
descendiendo entre láminas de grava
y tierra negra,
abrazándose al muro húmedo
bajo la superficie. Encendimos la hoguera
poco después, en la penumbra,
y agotados y absortos
contemplamos la tarea del fuego. Las llamas
se abrieron paso como garfios,
pero tampoco así las grandes piedras
quedaron libres… Al hacerlas rodar
sobre la hierba, sobre
la tierra blanca, la ceniza
echó raíces.


1993-2013


 


Dediqué parte de la primavera pasada a seleccionar y ordenar mis poemas con vistas a una antología que está a punto de ver la luz (gracias a la invitación generosa del escritor Fernando Sanmartín) en la colección La Gruta de las Palabras de las Prensas de la Universidad de Zaragoza. El título de la antología es Nada se pierde y se incluyen en ella 77 poemas escritos entre 1990 y 2015. Veinticinco años, pues, de dedicación intermitente y variable a la poesía resumidos en un libro que es un poco, para mí, el hermano mellizo del poemario en el que ando trabajando desde hace años (y del que, por lo demás, doy en esas páginas un brevísimo adelanto). La experiencia ha sido como ordenar la mesa de trabajo (guardando libros, tirando papeles y metiendo otros en carpetas) o encender una pequeña hoguera con las hojas secas del jardín. Todo sea por quitar lastre.

Algo que siempre me había hecho cuestionarme la conveniencia de publicar una antología (aparte del carácter inevitablemente prematuro de la empresa) era la pregunta de qué hacer con mis primeros libros, y en especial con La anatomía del miedo, escrito mayormente durante mi primer año en Sheffield, entre septiembre de 1992 y el verano de 1993. Un libro irregular y primerizo, lleno de torpezas expresivas; y, sin embargo –me parece–, no carente de intensidad y de buenas ideas que fui incapaz de interpretar bien en su día. Fuera de algunas piezas breves que he ido corrigiendo ligeramente a lo largo de los años, el libro era un escollo intratable, que no me decidía a dejar atrás. Hasta que hace dos o tres años me embarqué en una relectura del conjunto y vi que había media docena de poemas que podían salvarse del desastre.

Uno de ellos es este «Laurel», que rescribí de principio a fin, verso a verso, como si volviera a armar un puzle que había resuelto por las malas hace ya más de veinte años. El resultado es paradójico: un poema que nunca se me ocurriría escribir ahora, quizá por falta de atrevimiento, pero que tira de algunas argucias que he aprendido (el dichoso oficio) desde entonces. Un poema mestizo, pues, hijo de dos fechas y dos momentos distintos de una vida. Eso no lo hace necesariamente mejor, claro está, pero al menos sí me ayuda a convivir con él. Y esa es en mi caso la prueba del algodón. Compartir con los demás lo que uno no quiere para sí me parece menos un error que una muestra de descortesía. Y no están las cosas como para contribuir a la aspereza natural del mundo.