viernes, febrero 28, 2014

noticiero





Se termina febrero –un febrero que, al menos en Madrid, ha sido verde y casi cantábrico por las frecuentes lluvias–, pero no quiero que el mes se acabe sin dejar constancia de algunas iniciativas de amigos y colegas que de algún modo me conciernen.

Empiezo con Miguel Ángel Arcas, a quien conocemos como capitán y cabeza visible de la editorial granadina Cuadernos del Vigía, que ha coordinado un suculento dossier dedicado al aforismo español en la revista virtual Poemad. Se incluyen ahí textos y notas de poética sobre el género de Eduardo García, José Ramón González, Erika Martínez, Manuel Neila y muchos otros. Y ahí se han colado, asimismo, algunas hormigas blancas que ya pasaron previamente por esta bitácora. Pero tal vez, leídas ahora dentro de un conjunto mayor, cobren otro aire. Esa era la intención, al menos.

Hablando de aforismos, acaba de ver la luz en Italia una antología del aforismo español que lleva por título L’aforisma in Spagna. Tredici scrittori di aforismi contemporanei, editada y traducida por Fabrizio Caramagna, de cuya página Aforisticamente ya me hice eco en junio del año pasado. Es un honor verme incluido entre los trece escritores a los que Caramagna ha traducido al italiano (junto a Ramón Andrés, Fernando Menéndez, Ramón Eder, Andrés Neuman o el propio Miguel Ángel Arcas) y es emocionante leer el trabajo de uno en esa lengua tan hermosa. No sé si alguna vez escribí, en español, una frase como «Il tuo volto nello specchio ogni mattina, come una parola ripetuta più e più volte fino a quando diventa incomprensibile», pero es evidente que en italiano suena mucho mejor; no hay punto de comparación. Dan ganas de llegar a un acuerdo con Fabrizio y reconvertirse, con su ayuda, en aforista italiano...





Febrero también ha sido testigo de la aparición del número 3 (invierno de 2014) de la revista virtual Cuaderno Ático, creada, dirigida y maquetada por el poeta y traductor (y helenista) Juan Manuel Macías. Un índice de lujo –Eduardo Moga, Andrés Catalán, Mezouar El Idrissi, Carlos Fernández López o Javier Pérez Walias, entre otros para una revista que puede leerse en pdf descargable o en ISSUU. Se incluyen ahí tres poemas recientes, uno de los cuales, «El monumento», es rigurosamente inédito (quiero decir con esto que no ha visto la luz en esta bitácora… por ahora). Y debo decirlo: me encanta el color verde que Macías ha escogido para la cubierta. Me consta que le llevó tiempo ajustarlo.

Por último, Carlos Morales del Coso ha recuperado en la página de esa colección legendaria que sigue siendo El toro de barro mi viejo poema «Elegía» (bueno, no tan viejo, es del 2007). Siempre está bien enfundarse una nueva piel para vieja ceremonias, como tituló Leonard Cohen uno de sus discos. Y es un poema, además, por el que siento cariño. Está en buena compañía.

domingo, febrero 23, 2014

fábula



Kayama Matazo, Frozen Forest


Porque me faltaba un clavo
no pude herrar a la yegua
Porque la yegua se quedó en casa
no fui capaz de avisarte
Porque saliste desprevenida
te sorprendió la tormenta
Porque la nieve cegó tus ojos
te perdiste a medio viaje
Porque estabas sola entre la nieve
fuiste a refugiarte bajo un roble
Porque el cielo se había parado
tu sombra se juntó con tu cuerpo
Porque el tiempo se había parado
tu cuerpo se juntó con el roble
Porque la nieve siguió cayendo
parecías un ala de cuervo
Porque caía sobre sí misma
eras ya un clavo pequeño
un clavo que saqué de mi frente
antes de guarnecer a la yegua
y salir a la intemperie porque

sábado, febrero 15, 2014

nicanor


[Desde hace algunas semanas el Periódico de Poesía de la UNAM, dirigido por el escritor Pedro Serrano, incluye en su portada un dossier especial de homenaje a Nicanor Vélez, el poeta y editor colombiano que fundó la colección de poesía de Galaxia Gutenberg y editó varias «obras completas» (de Octavio Paz, de José Ángel Valente) de la editorial hasta su muerte a finales de 2011. El dossier incluye textos de Antonio Gamoneda, Andrés Sánchez Robayna, Julio Ortega, José Manuel Blecua, Miguel Casado, Eduardo Milán, Jenaro Talens, Alfonso Alegre y otros escritores, traductores y amigos. También se incluye un pequeño texto que escribí para la ocasión y que ahora comparto en esta bitácora. Una versión algo más breve aparece en el número de febrero de la revista Quimera.]


Lo primero que me viene a la mente al recordar a Nicanor Vélez es, curiosamente, su sonrisa: una chispa en los ojos, la curva traviesa de los labios bajo el bigote, algo en el rostro que lo devolvía por un instante a la niñez. Y digo que me parece curioso este recuerdo insistente de su sonrisa porque con Nicanor tuve, sobre todo, una relación telefónica. Nos vimos muchas veces, nos escribimos con abundancia, pero el teléfono era el espacio donde se dirimía casi en exclusiva el diálogo, el trabajo en común. Nicanor y el teléfono: su insistencia a destiempo, sus llamadas bajo el sol de playa de agosto, sus charlas eternas para cerrar los detalles de un libro, una revisión de pruebas o, simplemente, hablar de nuestras cosas. El teléfono era el reverso locuaz que le permitía, antes o después, pasar largas horas en su local de la calle Getsemaní revisando textos, corrigiendo y ordenando papeles, forjando con paciencia de relojero los libros a su cargo. Creo que todos los autores, traductores y colaboradores de los volúmenes de poesía, ensayo y obras completas que produjo Nicanor han tenido la misma experiencia: la fase final de cualquier proyecto era una larga llamada intermitente que podía durar semanas y que no se cerraba hasta que dábamos respuesta a todos y cada uno de los interrogantes de la edición. No he conocido editor más atento, meticuloso y pertinaz que él. Con ninguno he tenido conversaciones más aleccionadoras y debates más encarnizados, hasta el punto de olvidar cuál era el origen de la disputa o preguntarme si de tanto afinar no estaríamos –escolásticamente– cortando pelos en tres. De ninguno he aprendido tanto, no sólo por la calidad misma de la conversación (las enseñanzas sobre cómo resolver este o aquel problema editorial) sino por el ejemplo mismo de su día a día, la constancia rigurosa con que gradualmente, y sin apenas ruido, fue levantando un catálogo de poesía contemporánea que no tiene igual en el ámbito hispanohablante.

Lo que, visto en retrospectiva, más me admira del trabajo de Nicanor –por encima incluso de su excelencia correctora, su esmero, la mirada que estudia y coteja y perfila– fue el modo en que, teniendo muy claras las líneas maestras de la colección y la estructura y alcance de cada uno de sus títulos, era permeable a los consejos y sugerencias de sus colaboradores, los autores y traductores que íbamos trabajando con él y que solíamos quedarnos en la vecindad, sin ganas de marcharnos, satisfechos de poder ayudar cuando era preciso. Nicanor tenía buen oído no sólo para las frases que leía en la pantalla o el papel, sino también para acoger y hacer suyas aquellas propuestas que podían beneficiar a la colección. Era terco, sí, pero también entusiasta y con una mirada paciente, de largo alcance, que sabía poner cada proyecto en su sitio y verlo en perspectiva. Sólo así era posible darle a cada uno su tiempo, su trabajo preciso, y hacer que pudiera engranarse y dialogar con otros libros de la colección. Esa clase de inteligencia emocional, fundada en la constancia y una rara capacidad previsora, es la marca de agua del trabajo de Nicanor. Nada en él es improvisación, ocurrencia. Todo está planeado y forma parte de un conjunto, una suma global, que infunde un valor añadido a cada opción particular.

Los caprichos de la memoria, sin embargo, me devuelven una y otra vez la imagen de su sonrisa en la cafetería del Círculo de Bellas Artes, charlando con Gustavo Guerrero y un servidor poco antes de presentarse Conversación con la intemperie: seis poetas venezolanos (2008), que Gustavo había coordinado con mano maestra. Por alguna razón, le recuerdo exultante: lejos de la mesa de trabajo, olvidado por un instante del móvil, no dejaba de hacer bromas y mirar con ojos expresivos la pendiente de Gran Vía. Esa imagen es el eje al que se anudan recuerdos algo más borrosos: Nicanor en su despacho de Vall d’Hebron, bajando las persianas metálicas antes de enseñarme (sorpresa, sorpresa) las pruebas de un volumen de Octavio Paz revisadas por su autor; o en la presentación madrileña de Las ínsulas extrañas, flotando visiblemente entre los invitados como un globo al que le hubieran quitado lastre (y era así); o saludándome con ojos comprensivos –la sonrisa, de nuevo– cuando trataba de explicar o justificar mis retrasos de traductor apurado.

La sonrisa, sí. Pero también la voz, ese acento difícil de describir o definir en el que se mezclaban tonos de Colombia, París y Barcelona. Por algo mi última comunicación con él fue telefónica: una vieja idea que los dos queríamos retomar sin saber muy bien cómo. Lo siguiente que supe, tres o cuatro días más tarde, es que Nicanor había ingresado en el hospital. Quedó la conversación pendiente y eso hace aún más real, más palpable, el hueco de su ausencia: una voz que espera respuesta. Ultimar la producción de la Obra completa de Blas de Otero, que él había dejado encarrilada pero inconclusa, fue un modo nada impertinente de celebrarle y honrar su recuerdo; también de seguir trabajando con él, de otra forma. Durante los doce años que tuve el privilegio de tratarle hubo un poco de todo: encuentros, desencuentros y reencuentros. Tenía el don de pasar página (él, que tantas editó) y de reanudar la charla como si nada, con los ojos puestos en el camino. Lo sigo echando de menos.




martes, febrero 04, 2014

fuga en dos tiempos


suceso

No estábamos allí cuando ocurrió.
Íbamos de camino a otra ciudad,
otra vida,
bajo un cielo cambiante que se movía con nosotros.
Cruzamos campos verdes, amarillos,
pueblos de gente suspicaz y cuervos impasibles,
y ni una vez echamos en falta nuestra casa
o sentimos nostalgia del pasado.
Así era el viaje:
por la noche silencio,
a la mañana niebla.
Una vez encontré un botón de hojalata en el bolsillo
y jugué a sostenerlo bajo el sol,
arrojando destellos a las altas espigas.
Luego fue una moneda usada
y tuvimos el paso franco en todos los controles.
Las llanuras de Europa son testigo.
Ellas saben también que algo ocurrió,
aunque nunca lo viéramos.
Íbamos de camino a otro país,
otra vida,
sin bultos estridentes,
sin espacio para el recuerdo.
Todo salía a nuestro paso,
ahora silencio y luego niebla.


«Suceso» es uno de esos raros poemas, al menos en mi caso, que tardaron en fluir y encontrar su forma definitiva. Suelo escribir de un tirón cuando la ocasión se presenta: unas pocas palabras que llegan sin permiso y convocan una escena, una atmósfera, algo como un zarcillo de ritmo que exige cuidados para crecer. Poema o problema: lo primero es resolverlo, sacar el gusanillo que nos come por dentro y hacer que perfore la tierra de la página. Lo demás puede esperar. Pero «Suceso» fue distinto. Escribí los seis primeros versos (hasta «…cuervos impasibles») en marzo de 2005, sugestionado quizá por la lectura de Mark Strand: esos poemas suyos en los que, influido por cierto Ashbery, todo pasa y nada queda, las causas se desatan de los efectos y la ligereza es otro modo de discreción. Supongo que tenía en mente los maizales inmensos de Iowa, los campos de colza que vi años después en Inglaterra, el verde y el amarillo luminosos del verano atlántico. Anoté los versos en mi cuaderno y traté de seguir el hilo, pero no había hilo; imposible dar con él, tal vez porque yo mismo iba entonces hacia otra vida y me esforzaba en comprender qué había ocurrido en la anterior. Como dice Kierkegaard, la vida sólo se entiende mirando hacia atrás pero debe vivirse mirando hacia delante, algo de lo que el poema, no por azar, parece haberse hecho eco en su versión definitiva.

Cuatro años después, en abril de 2009, viajé a Cracovia invitado por el Instituto Cervantes. Abel Murcia, su director, tuvo la buena idea de alojarme en Klezmer-Hois, un hotel del barrio judío que había sido, hasta la llegada de los nazis, una vieja mikve o casa de baños rituales. El olor a especias (clavo, canela) era omnipresente y parecía emanar de los paneles de madera oscura que recubrían pasillos y dormitorios. Desde mi cuarto, una estancia enorme y desatenta que temblaba con el paso de los tranvías, veía la calle Starowislna débilmente iluminada por farolas anaranjadas. Claroscuros de Mitteleuropa. Me parecía estar en el decorado de una película de la guerra fría.




De Cracovia retengo muchas cosas, pero uno de los recuerdos más intensos, por inesperados, es un largo viaje en coche hacia la frontera checa y la visión fascinada del campo centroeuropeo: llanuras onduladas y sembrados de cereal, pueblos recién salidos del invierno y campos de patatas, bosques de robles y tilos. La impresión era de vastedad, de desamparo: un inmenso fondo marino que las aguas de la historia habían hecho y deshecho a su antojo; una mano abierta que iba del Danubio a los Urales y cuyas líneas estaban sembradas de cuerpos, ceniza, huellas de tanques y botas.

Ya en Madrid, aquella visión me dio el hilo que no había renunciado a encontrar: «las llanuras de Europa son testigo». El poema creció sobre el surco abierto por el viaje y propuso una alegoría escueta que era también –ahora sí– un espejo donde verse: una historia de exiliados perpetuos que avanzan a tientas y se niegan a mirar atrás; el relato de una fuga constante que se complace en borrar sus huellas. Como en los poemas de Strand, aquí también la ingravidez debía ser una forma de la elegancia.



[Acaba de ver la luz un nuevo número (de enero) de la revista Ínsula dedicado a la poesía española contemporánea y coordinado por Ángel Luis Prieto de Paula y Luis Bagué Quílez. Es un número más bien centrado en la poesía joven, y mi presencia en el índice, como la de todos los que nacimos en los sesenta (Jesús Aguado, Antonio Méndez Rubio, Enrique Falcón, etc.), está un poco traída por los pelos. Quiero decir que algunos ya empezamos a peinar canas, literalmente. Pero se agradece, y mucho: por incluirnos, y por mantenernos en las filas de la alegre juventud.

Mi colaboración en este número consiste en un breve texto en el que se me pedía comentar uno de mis poemas: el motivo que lo originó, las circunstancias que rodearon su escritura, el proceso mismo de creación… Cuestiones que no siempre es fácil resumir en apenas tres o cuatros párrafos, y menos cuando lo biográfico, como es el caso de este poema, tiene tanto peso en la escritura. Lo cuelgo aquí por si alguien tiene curiosidad.]

sábado, febrero 01, 2014

in memoriam





Se acabó por fin enero. Un mes terrible, la verdad, que se ha cebado con su guadaña en la poesía y los poetas: Juan Gelman, José Emilio Pacheco y, más cerca de casa, Fernando Ortiz y Félix Grande, dos grandes escritores y dos ejemplos, me parece, de saber estar en la vida y en la literatura. No tuve ocasión de tratar mucho a Félix, pero en mis pocos encuentros con él siempre me impresionaba el timbre y la cadencia –sabia, mesurada– de su voz, el imán sereno de su conversación. Como dice José Luis Piquero en su bitácora, «se quedaba uno hipnotizado».

Cuando un poeta se muere, nuestro mundo se hace un poco más pequeño, más inhóspito. Hay una merma en los depósitos de conciencia vigilante con que afrontamos el día a día. Quedan, sí, sus palabras, esas que, según Auden, «se alteran en el vientre de los vivos», porque son raíz y alimento de los que han quedado atrás. Triste consuelo, dirán algunos, pero no es verdad; las palabras son la base misma de esa conversación incesante que es la literatura, el hilo de plata que nos une más allá de otras diferencias.

Y menciono a Auden porque también otro gran poeta, Yeats, murió un mes de enero. De hecho, el pasado martes 28 se cumplieron 75 años de su muerte en Roquebrune-Cap-Martin, un pueblo de la Costa Azul francesa. Apenas unos días después, ya en febrero, Auden escribiría su famosa elegía al poeta irlandés, la misma que incluye uno de sus versos más citados (y quizá malinterpretados): Poetry makes nothing happen. Hoy, sin embargo, me quedo solo con la primera parte del poema, que tiene esa mezcla de emoción, piedad, distanciamiento clínico y lucidez mental tan característica de su autor. Sirva para despedir y celebrar la obra de nuestros poetas, que nos han dejado, sí, «en lo más crudo del invierno», con más frío del que hace bajar los termómetros. Descansen en paz. Y démosles nueva vida en nuestras lecturas.



En recuerdo de W. B. Yeats

Nos dejó en lo más crudo del invierno:
Los arroyos estaban congelados, los aeródromos casi desiertos,
Y en las plazas la nieve desfiguraba las estatuas;
El mercurio se hundió en la boca del día moribundo.
Los instrumentos de que disponemos coinciden en decirnos
Que el día de su muerte fue un día oscuro y frío.

Lejos de su dolencia
Los lobos recorrían los bosques de coníferas
Y al río campesino seguían sin tentarle los muelles elegantes;
Gracias al luto de las lenguas
La muerte del poeta no llegó a sus poemas.

Fue su última tarde como el hombre que había sido,
Tarde de cuchicheos y enfermeras;
Las provincias del cuerpo se le alzaron en armas,
Las plazas de su mente se vaciaron,
El silencio invadió la periferia,
La corriente de su emoción sufrió un cortocircuito; se convirtió
[en sus admiradores.

Ahora se halla disperso en más de cien ciudades
Y dejado a la suerte de querencias ajenas
A fin de hallar su dicha en otros bosques
Y ser penalizado por un código de conciencia extranjero.
Las palabras de un hombre muerto
Se alteran en el vientre de los vivos.

Con todo, en la importancia y el ruido del mañana,
Cuando en el parque de la Bolsa los agentes aúllen como bestias
Y los pobres padezcan las penurias a las que están bastante
[acostumbrados,
Y todos, en su propia celda, respiren casi persuadidos de que son libres,
Un puñado de miles evocará este día
Como se evoca el día en que uno hizo algo ligeramente excepcional.

Los instrumentos de que disponemos coinciden en decirnos
Que el día de su muerte fue un día oscuro y frío.


Traducción J.D. / El original, aquí