viernes, enero 31, 2014

confusión


El que habla de algún libro como pretexto para hablar de otra cosa, es que no ha llegado a él.


miércoles, enero 29, 2014

racimo


El último número de la revista Agenda se abre con un largo ensayo de Derek Walcott sobre Heaney: un tributo del poeta caribeño a su amigo que acaba de morir. En cierto momento, al hablar del tono y la presencia visual de los poemas en la página, Walcott menciona «la tensa bobina de sus versos, en la que las palabras se arraciman como bayas silvestres que vamos comiendo una a una…». Es justamente el tipo de expresión que solo está al alcance del poeta doblado en crítico, una imagen que capta –que define y explica– con claridad la sensación que da la lectura de ciertos poemas, y en especial los de Heaney: ese estar saboreando palabras que de tan juntas, tan apretadas, han cobrado un sabor de familia que no impide, con todo, percibirlas por separado a medida que las ingerimos o tomamos conciencia de ellas.

Y sin embargo, la definición –la explicación– no agota nada, no es un alfiler de entomólogo ni una jaula cegada por focos que permite escudriñar más de cerca los poemas. Funciona más bien por transferencia, gracias a las virtudes de una analogía con el mundo natural que es congruente con el espíritu de la obra a la que remite (esos racimos de «bayas» que parecen tomados de cualquier página de Muerte de un naturalista) y preserva su frescura, su viveza. De hecho, la analogía va más allá y nos lleva al reino del instinto y la necesidad: esas bayas se comen. Y añade: se comen una a una, lo que viene a decir que la necesidad se estetiza y se convierte en un placer consciente, elaborado, un disfrute que prevé su propio final y lo retrasa sutilmente. La poesía como «relación carnal con las palabras», como experiencia erótica, es subsumida por la idea de ingesta, de incorporación del fruto al cuerpo y de ahí a la sangre del lector; en suma, de transustanciación. La poesía se come, nos dice Walcott, es algo físico que provoca una respuesta igualmente física. Y su imagen, brevísima, no es tanto una jaula descriptiva cuanto un marco que resalta y da vida; como esas imágenes o recortes del cielo que son más azules, más densos, que el propio cielo.

lunes, enero 27, 2014

circo



 foto / Paula Doce


Madrid ha cobrado estos días cierto aire cantábrico. Ver la lluvia caer copiosamente tras las ventanas me ha hecho revivir esas tardes infinitas de sábado y domingo en que el agua arruinaba planes y encuentros callejeros y uno combatía el calor malsano de los radiadores apoyando la frente en el cristal helado, mirando a lo lejos el brillo borroso de las luces de cruce de los coches, el destello naranja de farolas prematuramente iluminadas. El cielo cubierto de nubes como una carpa de circo invertida donde el ojo hacía de trapecista, colgándose de las cuerdas del agua hasta posarse con cuidado –con reverencia casi– entre las cosas: el asfalto mojado, los coches sucios de hojas y ramas caídas, la fecundidad del parque donde las gotas repicaban hasta abrir surcos y charcos efímeros en los caminos de tierra. Y al fondo, los días de partido, el clamor casi sísmico con que la multitud celebraba en el estadio las jugadas peligrosas, los goles domésticos. El ojo adquirió destreza en este colgarse de la lluvia, este paseo controlado por unas alturas de las que, en realidad, nunca he logrado apearme del todo. Estar en las nubes es lo que tiene. Hasta el punto de, que ahora, casi cuarenta años después, me veo de nuevo practicando el mismo arte, estudiando los infinitos planos de la ciudad –sus sombras, sus claroscuros– como desde una tirolina.

Ver caer la lluvia tiene un efecto hipnótico, la capacidad de frenar el tiempo a la vez que lo acelera bruscamente, como una rueda que de tanto girar parece inmóvil. La lluvia es una cosa / Que sin duda sucede en el pasado. Así es, en efecto: en Gijón, en Sheffield, ahora mismo… La tarde como el cielo menudo de un circo donde la infancia recrea o ejercita sus viejos vicios, sus intentos de fuga. Y todo para decir: gris en lo gris, me admira tu vaivén, melancolía.

(18/1/2014)

sábado, enero 25, 2014

las formas disconformes





Me suele dar pereza destinar esta bitácora a comentar mis andanzas y publicaciones (siempre creo que voy a aburrir a los lectores, quizá porque el primer aburrido soy yo), y por ello no he hablado hasta ahora de Las formas disconformes, el compendio de textos críticos que libros de la resistencia, de la mano de su responsable Juan Soros, tuvo la generosidad de publicar el otoño pasado. Lo hago en esta ocasión porque el miércoles que viene, 29 de enero, el libro se presenta públicamente en el Centro de Arte Moderno de Madrid (Galileo, 52) y parece que ya va siendo momento de romper mi silencio. Me acompañará el poeta y crítico José Luis Gómez Toré, uno de los escritores jóvenes a los que más admiro (acaba de coordinar, por ejemplo, un espléndido dossier sobre José Ángel Valente para el último número de Cuadernos Hispanoamericanos, no os lo perdáis), y supongo que parte de la presentación la dedicaremos a sostener un breve coloquio sobre poesía y crítica, su necesidad o pertinencia, los vasos comunicantes que las unen… en fin, cuestiones que espero no se vuelvan demasiado áridas en nuestras manos (o en nuestras voces).

Publicar un libro de crítica literaria es algo más que predicar en el desierto. Son libros de venta casi inexistente, que interesan solo a un puñado de lectores cómplices o iniciados. Sospecho que siempre ha sido más o menos así, pero ahora los tiempos son incluso más ásperos. Y, sin embargo, escribiendo la mayor parte de estos artículos y reseñas (sobre Octavio Paz, Luis Feria, José Ángel Valente, Orlando González Esteva, Olvido García Valdés o Juan Carlos Mestre, entre muchos otros) me parecía que seguía en el reino de la creación, que las fuerzas que debía poner en juego no eran distintas, en esencia, de las que suele exigir la poesía. Al final se trata de hacer hablar a las palabras, de hablar a través de ellas, de dejarse hablar por ellas. Hay ideas y párrafos en este libro que tienen tanta vida, al menos a mis ojos, como cualquier poema. Y que escribí con enorme placer, un placer al que se añadía –además– la posibilidad de hacer justicia a obras muy admiradas, muy queridas. Dicho esto, asumo que este libro vive en los márgenes del zoco literario, en una calleja oscura por donde apenas pasan posibles clientes. Por eso el valor de libros de la resistencia es doble; una resistencia activa, un seguir haciendo como si nada, como si fuera la cosa más natural del mundo. Por cierto, que la editorial ha colgado en su página web el texto de introducción que escribí para el libro, así como la ficha técnica. Ahí se explica con claridad cuál fue mi intención al escribir y reunir en un solo volumen estas piezas. Todas ellas, aclaro, dedicadas a poetas y escritores hispanohablantes.

El miércoles 29 de enero un puñado de escritores y lectores se reunirá en una librería de Madrid para hablar de crítica y creación, de la necesidad de admirar y celebrar al otro, de leerlo y comentarlo, de estudiarlo y aprender de él. Casi parece un milagro en los tiempos que corren.




viernes, enero 17, 2014

edwin muir / los caballos


Al final de la tarde, apenas un año después
de la guerra de siete días que hizo dormir al mundo,
los extraños caballos regresaron.
Por entonces ya habíamos sellado nuestro pacto con el silencio,
pero aquellos primeros días todo estaba tan quieto
que el sonido de nuestra propia respiración nos asustaba.
Al segundo día
las radios se estropearon; movíamos el dial; ningún sonido.
Al tercer día un barco de guerra pasó ante nosotros en dirección norte,
sembrado de cadáveres en cubierta. Al sexto día
un avión cayó al mar sobre nosotros. A partir de ese instante,
nada. Las radios mudas;
y ahí siguen, en un rincón de nuestras cocinas,
y siguen encendidas, tal vez, en un millón de habitaciones
de todo el mundo. Pero ahora, si rompieran a hablar,
si de pronto les diera por hablar,
si al dar las doce una voz nos hablara,
no le haríamos caso, dejaríamos fuera
ese mundo maligno que devoró a sus hijos
de un bocado. No habría vuelta atrás.
A veces pensamos en las naciones que duermen,
arropadas ciegamente en un dolor impenetrable,
y la extrañeza de esta idea nos confunde.
Los tractores descansan en los campos; cuando se pone el sol
parecen acecharnos y esperar como monstruos marinos.
Están bien donde están, cubriéndose de herrumbre:
«Que acaben de pudrirse, nos servirán de abono».
Hacemos que los bueyes tiren de los viejos arados,
los mismos que juntaban polvo. Hemos vuelto
para ensanchar la tierra de nuestros padres.
                                                                    Entonces esa noche
al final del verano los extraños caballos regresaron.
Oímos un lejano retumbar en el camino,
un traqueteo cada vez más violento; se detuvo, luego empezó de nuevo
y al doblar el recodo se transformó en un clamor vacío.
Cuando vimos las cabezas
como una gran ola salvaje tuvimos miedo.
Habíamos vendido los caballos en época de nuestros padres
para comprar tractores nuevos. Y nos eran extraños
como corceles fabulosos en antiguos escudos
o ilustraciones de un libro de caballerías.
No nos atrevíamos a acercarnos. Sin embargo esperaron,
testarudos y tímidos, como si tiempo atrás
hubieran recibido la orden de encontrarnos
y revivir el lazo arcaico que dábamos por perdido.
En un primer momento no pensamos siquiera
que aquellos seres se dejaran domar o utilizar.
Había en la manada media docena de potrillos
paridos entre ruinas, en terreno salvaje,
y aun así frescos como si hubieran emergido de un edén propio.
Desde entonces arrastran los arados y llevan nuestras cargas,
pero esa libre servidumbre nos sigue traspasando el corazón.
Nuestra vida ha cambiado; en su venida está nuestro comienzo.



trad. J.D. / el original, aquí




Hace tiempo que quería hablar de Edwin Muir (1887-1959) y publicar alguno de sus poemas, empezando por este maravilloso «The Horses» [Los caballos]. Muir es uno de esos rara avis cuya grandeza casi nadie discute, y que sin embargo siempre ocupan un lugar ligeramente marginal en los recuentos académicos y las antologías. Esa marginalidad es inicialmente de orden biográfico: Muir nació en Deerness, un pequeño pueblo de las Orcadas, el archipiélago situado justo encima de la costa norte de Escocia (suena mucho mejor en inglés: The Orkneys). Si ya es un lugar remoto ahora, imagínense lo que sería a finales del siglo diecinueve: Muir, que vivió allí hasta los catorce años, lo recordaría siempre como un paraíso, el Edén del que fue tristemente arrancado cuando su padre perdió la granja y hubo de trasladarse con toda su familia a Glasgow para buscar trabajo en la industria (un poco, salvando las distancias, como nuestro Rafael Alberti al verse desterrado del mar gaditano de la infancia para acabar en las calles de Madrid). Muir habló de esta experiencia de dislocación –tan espacial como temporal– en una nota de diario escrita a finales de los años treinta, cuando ya su paso por Glasgow era una pesadilla borrosa:

Nací antes de la Revolución Industrial, y tengo ahora doscientos años. Pero me he saltado tres cuartas partes de ese lapso de tiempo. En realidad nací en 1737, y hasta mis catorce años no sufrí ningún percance temporal. Entonces, en 1751, me trasladé de las Orcadas a Glasgow. Cuando llegué descubrí que no era 1751, sino 1901, y que en un viaje de dos días había consumido en realidad ciento cincuenta años. Pero yo seguía en 1751, y ahí permanecí mucho tiempo. Toda mi vida ha sido un intento de salvar esa grieta. No es extraño que esté obsesionado con el Tiempo.

La vida en Glasgow fue una catástrofe. En pocos años perdió a sus padres y a sus dos hermanos, y Muir encadenó una serie de trabajos humildes y deprimentes de los que emergió a base de esfuerzo y voluntad, y con una fe renovada en el arte y en su propia vocación literaria. En 1919 se casó con Willa Anderson («Mi matrimonio fue lo mejor que me pudo pasar en la vida»), y juntos se ganaron la vida traduciendo a numerosos autores de lengua alemana. Suyas, por ejemplo, fueron las primeras traducciones de Kafka al inglés, que siguen contando con el favor de muchos lectores, y que tuvieron una influencia perdurable en su propia escritura.

Durante años llevaron una existencia itinerante, y justo después de la Segunda guerra Muir fue director del British Council en Praga y luego en Roma. En 1955 llegó a dar las conferencias de la Cátedra Norton de poesía en la Universidad de Harvard. El niño de las Orcadas había llegado lejos… Uno de sus mejores y más atentos lectores fue T. S. Eliot, que en 1965 preparó una antología de su obra poética.

Muir escribió tres novelas, varios estudios y ensayos, y una autobiografía que sigue reeditándose y que debe leerse como una variación o reescritura del mito clásico de la caída y posterior redención terrenal del ser humano. Él mismo creyó en esa «fábula», quizá porque toda su juventud fue un largo remar contracorriente en condiciones sociales y laborales adversas. A veces me lo imagino en esos años de Glasgow como un trasunto escocés del infortunado Leonard Bast de Howard’s End a quien las hermanas Schlegel tratan de ayudar, no siempre de la manera más sensata.

«Los caballos» es la quintaesencia del estilo de Muir: una poesía sobria y sencilla en apariencia pero cruzada de misterio, de inminencias alegóricas y símbolos arquetípicos (fue un jungiano convencido y practicante). Algunos de sus poemas retoman en inglés el mundo alienado y paradójico de Kafka, sus imágenes de laberintos, interrogaciones eternas y sin motivo, callejas eliotianas que se suceden como «un debate tedioso / de intensión insidiosa», ciudades en ruinas… Pero «Los caballos», que es claramente un poema post-apocalíptico, un poema escrito bajo la espada de Damocles de la bomba atómica, mira también hacia el Edén de su infancia, esas Orcadas que siguieron vivas en su imaginación. La imagen de los caballos que vuelven misteriosamente al final del verano son su modo de celebrar el vínculo con el mundo natural, de religarse a él y recordarnos de dónde venimos, pero creo que al hacerlo él mismo se sentía volver a la granja de Deerness para reencontrarse con su padre y honrar su memoria. Él ya había tenido un apocalipsis en su vida: si no era posible volver a ese mundo, al menos podía celebrarlo en forma de imágenes, hacer del poema un talismán sanador.



sábado, enero 04, 2014

hotel insomnio


La niña de los vecinos sufre algo parecido a terrores nocturnos. No se explica si no que dos o tres noches a la semana las pase llorando: un llanto violento, insistente, que percute al otro lado de la pared hasta despertarnos. Son sacudidas que duran quince o veinte minutos y que terminan en un silencio tenso, indeciso, que vuelve a romperse al poco con nuevos sollozos. La primera vez que me desperté lo hice con la sensación, la certeza, de que algo importante se me escapaba de los dedos: un aura lustrosa, la explicación que lo aclaraba todo, la llave maestra que haría encajar las piezas (¿de qué? Quizá del sueño mismo). Pasé la media hora siguiente dando vueltas en la cama y persiguiendo con angustia vicaria el cabo del sueño. Inútil: zarandeado por el lamento de la niña, el cuarto se movía bajo mis pies y alejaba la llave, la espantaba de mí con violencia, cada vez que la tenía a mano. El llanto se convirtió en un gimoteo exhausto y terminó por apagarse. Pero al fondo, muy al fondo, parecía seguir oyéndose un eco pospuesto de su queja, pequeños relieves que respiraban en sordina bajo el lienzo del insomnio. Como un equivalente aural de la imagen remanente, una secuela que se resistía a dejar el caracol del oído. ¿Por cuánto tiempo? Solo sé que cada vez que lograba adormilarme la niña volvía a estallar en llanto. Y así durante cerca de tres horas. Tumbado boca abajo, envidié la impavidez del faquir. Y, en efecto, el aire del dormitorio parecía una cama de pinchos que hurgaba y se entrometía con insolencia en mi búsqueda de sueño. El pequeño caracol ya era una espiral envolvente. Y lo siguió siendo hasta arrojarme, por uno de sus toboganes abruptos, a la arena manchada del amanecer.

miércoles, enero 01, 2014

para empezar


Para empezar el año, estos versos de Eliseo Diego como divisa: «Vivir aquí o allá será una pena, / pero vivir es más que la alegría: / alguien me lo susurra en la memoria / tal como el corazón me lo decía».

Aquí o allá, pero siempre en uno, para que no haya dudas sobre cuál es la fuente de esta avidez, esta insistencia, que no remite.