domingo, julio 28, 2013

una vida / notas a pie de página





1.    i.e. de ojos claros.
2.    Término con el que, en ciertos ritos de paso, se invoca a una criatura benéfica con lengua de serpiente, cola de ratón y buche de paloma torcaz.
3.    En aquella época, era costumbre regalar llaves a las embarazadas.
4.    Se refiere a los cerros de Úbeda.
5.    Dícese de la franja de luz que asoma por detrás de puertas entornadas. También se aplica al cieno blando, suelto y pegajoso, de color oscuro, que se halla en algunos lugares del fondo del mar o de los ríos.
6.    En inglés, baby squid.
7.    Minutos después de la medianoche del 24 de octubre de 1967, una banda de grullas sobrevoló el hospital donde nuestro autor era dado a luz. Aunque el dato ha sido comúnmente desdeñado por los estudiosos, resulta de lo más sugestivo para entender esta etapa de su vida.
8.    i.e. de pulgares largos y gruesos.
9.    De quien se decía que iba donando segmentos de su voz tras haberla cortado con la hebra más fina de una cuerda de violín.
10.   En francés en el original.
11.   Vivió felizmente hasta los 111 años.
12.   «La escarcha ejerce su secreto oficio, / sin ayuda del viento» (S. T. Coleridge).
13.   Contrabajista de jazz y habitual en numerosas sesiones de los años noventa, en 2002 entró a formar parte de la banda estable del Club Green Mill de Chicago.
14.   Ropa vieja.
15.   Klaus Conrad, quien acuñó el término en 1959, lo define como «visión de conexiones sin razón ni fundamento», acompañada de «experiencias en que, de modo anormal, se da sentido a lo que carece de él».
16.   i.e. de pies pequeños.
17.   Dícese de los bancos de nieve que se forman a ambos lados del camino.
18.   De noche, en el estanque del pueblo, ponen a flotar peces de trapo. Entonces remueven el agua con grandes pértigas de madera, lo que quiere decir que llaman a la puerta de los sueños de sus hijos.
19.   Caparazón de las tortugas de agua o galápagos.
20.   El diccionario lo define como «tenue recubrimiento céreo que presentan las hojas, tallos o frutos de algunos vegetales».
21.   «Traedme un orinal / y veré dentro el mal» (Roman de Renart).
22.   Su amigo Guillaume recuerda que salieron de casa en plena ventisca para traer leña del garaje y se vieron obligados a tender cuerdas entre el porche y la manilla del portón para no perderse.
23.   i.e. uñas manchadas de tierra.
24.   Toda clase de arroz.
25.   Juncos de pescadores al atardecer.
26.   Según Alberto Magno, «el cerebro, tomado por sí solo, es muy frío».
27.   Forma de energía que liberan los alimentos básicos (pan, leche, legumbres) cuando pasan de una mano a otra.
28.   Si hemos de creer a Arnold, fue entonces cuando el mundo de la música volvió a tentarle.
29.   Fósiles de huellas de grandes reptiles ya extinguidos.
30.   Pasaje que evoca unos famosos versos apócrifos de Apollinaire: «Me aventuro cual gato gris / por los tejados de París».
31.   Se trata, como es obvio, de una especulación sin fundamento.
32.   No se ha dicho que, según el mito, cuando los segmentos de voz se dejaban caer sobre el agua (véase nota 9) se creaba una película muy fina donde era posible revelar los sueños de la noche precedente.
33.   También conocidos como «los puertos grises».

lunes, julio 22, 2013

beria en la corte de enrique VIII





Leo Bring Up the Bodies [Traed los cuerpos], la última novela de Hilary Mantel (Glossop, 1952). Es un error; debería estar leyendo Wolf Hall, su «precuela», pero no logro dar con ella y no quiero esperar. No importa. Sé que ambos libros pueden leerse por separado y disfruto con la idea de comenzar por la bisagra, a la espera de ese volumen que complete la trilogía y que, por lo pronto, se anuncia con un título más blando y previsible que sus predecesores: The Mirror and the Light.

Mantel, por supuesto, se ha hecho célebre por ser la primera mujer en recibir dos veces el Booker Prize y por ser el primer escritor, hombre o mujer, en ganarlo por dos libros consecutivos. Hemos aprendido a no dar demasiada importancia a estos galones, pero basta leer el arranque de la novela para intuir que aquí se dirime algo serio: «Sus hijas se descuelgan del cielo. Él observa desde su montura…; caen, las alas doradas, la mirada llena de sangre. Grace Cromwell revolotea en el aire tenue. Es silenciosa cuando atrapa su presa, silenciosa cuando se desliza en su puño». Es septiembre de 1535 y Thomas Cromwell, secretario de Enrique VIII, ha salido a cazar con el rey; erguido sobre su caballo, sigue el vuelo de los halcones, a los que ha bautizado con el nombre de la esposa y las dos hijas que perdió hace ocho años, y percibe el final del verano en su piel, en los huesos, en la sangre que fluye dentro y fuera de él cada vez que un halcón abate a su presa. La elegancia mortífera de los halcones es una inversión del orden angélico y simboliza el desorden que rige el bien común («todo el verano ha sido así, un motín de desmembramientos, piel y plumas que vuelan»): desde que Ana Bolena es reina el mundo está fuera de sus casillas y el viejo orden ha sido suplantado por la duda, la incerteza, el miedo a lo desconocido.

Todo el arranque parece una glosa de un poema de Ted Hughes: elipsis, frases cortas y ásperas, el sordo rugido de las consonantes y las aliteraciones como un trasunto de la violencia animal. Mantel deja que los ecos del viejo anglosajón campen a sus anchas desde el título mismo: bring, bodies. Cromwell cree ver en los halcones al alma de sus hijas; pronto se unirá a ellas como un cazador más.

La novela se abre con un tapiz de fuerte carga simbólica pero pronto se despliega con la precisión de un mecanismo de ruedas dentadas. Cromwell es el protagonista perfecto, el outsider que está dentro, el plebeyo que ha logrado un puesto junto al rey y hace olvidar la humildad de su origen bajo las ropas de una inteligencia paciente. Los tiempos son propicios y él lo sabe: el orden feudal se desmorona y los grandes nobles se disputan un pastel cada vez menor. Ha llegado la hora de los gerentes, de los administradores. El arte de Cromwell es influir sin ser notado en la voluntad real, haciendo que Enrique asuma como propias sus decisiones. Es un arte que exige percibir los cambios de viento, mirar a largo plazo, y ese cambio, en la novela, es el miedo que la ambición de Ana Bolena planta en el corazón del rey. Cromwell extiende su red y pronto las víctimas se debaten como insectos en la melaza del chantaje y las medias mentiras. Beria en la corte de Enrique VIII. No importa si los crímenes de los que se acusa a la reina y sus amigos son ciertos o no; en realidad son indemostrables, como el propio Cromwell admite para sus adentros. Su único delito es interponerse en el camino de los nuevos deseos del rey; mueren porque convivieron con él y saben demasiado. Las huellas de su paso por la corte serán borradas; a los halcones que simbolizan la casa de Bolena les sucederá la silueta del fénix.

La traducción española de Bring Up the Bodies se titula Una reina en el estrado. Supongo que alguien en la editorial Destino lo habrá visto oportuno, pero el sintagma, además de anodino, traiciona la potente fisicidad del original, la noción de que el poder se ejerce sobre un cuerpo social y entraña castigo, reos, sangre; también el reparto de los despojos bajo una luna que, como en el poema de Sylvia Plath que Mantel cita a conciencia, «mira todo… desde su capucha de hueso». Quizá por eso la novelista quiera, para cerrar su historia, un poco de luz, un espejo.



[Este artículo, publicado en el número de julio-agosto (356-357) de la revista Quimera, es la primera entrega de una serie de columnas que se irán publicando en la revista con periodicidad trimestral gracias a la generosa invitación de Álex Chico y sus compañeros del consejo editorial. El lema de la serie: Arenas movedizas. Su tema: lo que pida el cuerpo… o la mente. La idea, supongo, es que hasta yo mismo me sorprenda de mis asuntos.]

martes, julio 16, 2013

nabokov / una velada literaria



 horst tappe / getty images


una velada literaria

Acérquese, me dijo mi anfitriona, su rostro haciendo sitio
a una de esas rosadas sonrisas de preámbulo
que enlazan, como un valle de frutales en flor,
las faldas de dos nombres.
Haga usted el favor, murmuró, de comerse al Dr. James.

Tenía hambre. El Doctor parecía apetecible. Se había leído
el gran libro de la semana y le había gustado, dijo,
porque tenía fuerza. Así que me sirvieron
una buena ración. Su señora, escotada de malva,
no dejaba de señalarme –muy educadamente, pensé–
los bocados más tiernos con la punta de su cuchillo.
Comí… y los atardeceres de Egipto eran geniales;
a los rusos les iba francamente muy bien;
¿sabía de un tal Príncipe Poprinsky, a quien había conocido
en Caparabella, o era en Mentón?
Viajaban mucho, él y su esposa;
la afición de ella era la Gente; la de él, la Vida.
Todo estaba muy bueno y en su punto, pero lo más sabroso
era su cerebelo, crujiente y con sabor a nuez. El corazón
era oscuro y brillante como un dátil,
y amontoné los huesecillos en un extremo de mi plato.



trad. J. D. / el original, aquí



Otro poema de Vladimir Nabokov, esta vez de tema mundano y tono satírico. Quien se haya visto obligado alguna vez a compartir cena con el concejal de turno, su señora esposa y varios de sus amigos después de una lectura de poemas (es un decir) en alguna remota localidad que ha vivido muy felizmente sin saber de uno ni de su poesía, sin duda entenderá el sesgo peculiar de estos versos. Solo que el mundo que describe el autor de Ada o el ardor es el de la América patricia de los primeros cuarenta (el poema se publicó en el New Yorker el 11 de abril de 1942), la América de la Ivy League y los campus opulentos de la costa este en la que el mundo académico compartía jardines y mantel con una burguesía acomodada que se alimentaba, en el mejor de los casos, del Harper’s, y en el peor, del Reader’s Digest. Ese fue el mundo en el que aterrizaron muchos ilustres exiliados europeos como Auden, Nabokov o el mismo Einstein (que fue de los primeros, en 1933). Aquí aparece esbozado a la perfección en un puñado de versos donde la comicidad no excluye un toque siniestro, incluso amargo. Por lo demás, la metáfora de la comida tiene mucho sentido en un escritor tan gourmet como Nabokov, para quien las palabras tenían textura, sabor, y que se relamía literalmente con cada rima, cada giro de la sintaxis, cada guiño etimológico.

La foto, en la que se le ve moreno y algo cansado, con un aire veraniego propio del boyante pensionista que había llegado a ser, fue tomada en Suiza en 1975, dos años antes de su muerte. Acostumbrado a verle siempre o casi siempre en blanco y negro, me ha gustado descubrir este retrato: una figura más cercana, casi contemporánea, como si me reencontrara con uno de esos mayores distinguidos que sobrevolaban los veranos de mi infancia.

sábado, julio 13, 2013

en la plaza


Están jugando al fútbol en la plaza, no muy lejos de la fuente. El balón sale disparado del pequeño rectángulo de juego y uno de los niños echa a correr tras él. Pasa por debajo de un par de bancos laterales y el niño los sortea con agilidad. Rebota en el zócalo de la fuente y el niño corrige el rumbo sobre la marcha sin dejar de correr. Pasa por debajo de un tercer banco y el niño improvisa otro salto de gacela. Por fin, cuando el balón está a punto de escurrirse bajo la marquesina de la parada del autobús y salir al asfalto, el niño extiende la pierna, tuerce el tobillo para atraparlo y se da la vuelta con pose triunfal, todo en un rotundo paso de ballet… para nadie, porque ninguno de sus compañeros seguía su carrera y sólo yo, desde el otro lado de la fuente, me he dado cuenta de su maña. No he visto decepción en su rostro; con el balón en los pies, ha vuelto con sus amigos dando voces, tratando de que el juego no perdiera ritmo. Pero algo en su carrera le delataba: una leve rigidez de los hombros al ponerse de medio lado, el contoneo chulesco de los brazos mientras arrastraba, más que empujaba, la pelota. Ese punto donde el descaro todavía no se ha convertido en fanfarronería. Ese descubrir que ciertas satisfacciones no requieren testigos.

miércoles, julio 10, 2013

rock bottom





Voy camino de la oficina y me doy cuenta, de pronto, de que camino por el margen de la acera, como cuando tenía diez años y hacía equilibrios imaginarios en los bordillos. Bien es verdad que acabo de pasar frente al edificio de la Fiscalía Anticorrupción y que no es cosa de arrimarse demasiado, pero verme repitiendo gestos mecánicos de mi infancia habla poco de mi capacidad para soslayar las trampas del instinto. Lo achaco a que andaba embebido en mis pensamientos, sin reparar en que estaba en la calle, a la vista de todos. A lo peor hasta me han visto, y oído, murmurando conmigo mismo, que es una bonita manera (valga la paradoja) de hacer una brutta figura.

Quizá todo fuera influencia de la frase, o mejor la ocurrencia, que llevaba masticando todo el trayecto: Cuando se toca fondo, se empiezan a perder las formas. Una variación (no llega a aforismo) sobre el viejo debate forma/fondo que lo mismo se aplica a lo real, esto que vivimos y que necesita de nuestro sinvivir para perpetuarse, que a ese momento de la creación en que alguien deja de lado, definitivamente, la música del decoro y los ejercicios de estilo más o menos hábiles para entrar en una zona incierta donde la incorrección afortunada o luminosa es la raíz del excedente estético, donde la forma se inaugura a cada instante y es irreducible a reglas, propósitos, procesos. En palabras de Charles Tomlinson (que ya he citado demasiadas veces): Nada que no sea elegante / ni nada que lo sea si solo es eso. O, como apuntaba Cortázar, que de esto algo sabía, hay que ir más allá de la mera corrección, el aprendizaje no sirve si no implica, finalmente, un desaprender, un escribir mal a conciencia. Lo hizo Vallejo en Trilce y en tantos «poemas humanos». Lo hizo el propio Cortázar en Rayuela, o Sylvia Plath en Ariel, o, poco después, el mismo Ted Hughes en Cuervo, cuando se dejó llevar por la frescura y la pulsión anafórica de la poesía primitiva. Hay ejemplos para todos los gustos: Emily Dickinson, el último Van Gogh, Alberto Caeiro, Pasolini…

Escribir mal a conciencia, sí. Porque, en última instancia, es una moral de escritura que implica una moral de vida y que quizá solo entienden, o practican, aquellos que han tocado fondo en su relación con el arte, con la creación, con las expectativas que alguna vez se forjaron sobre el lugar que podía ocupar –sobre la función que podía tener– el arte en sus vidas. Tocar fondo, aquí, tiene que ver con no hacerse ilusiones, no esperar nada en concreto más que la satisfacción del trabajo en sí, la alegría de un hacer que solo tiene trascendencia, como mucho, para el hacedor mismo –y solo cuando hace.




Hace poco Ricardo Menéndez Salmón citaba una frase del artista de Fluxus Robert Filliou: «El arte es aquello que vuelve la vida más interesante que el arte». Solo la creación que no se hace ilusiones sobre nada ni nadie, y menos aún sobre sí misma, es capaz justamente de obrar ese pequeño milagro de hacer más viva la vida; dicho de otro modo, de sobreponerse a su dimensión inevitablemente retórica –dejando atrás lo que haya en ella de técnica o designio formal– para volver con más fuerza sobre el mundo.

Si uno quiere hacer artículos de periódico o columnas de opinión, está bien aprender trucos, técnicas, un abanico de recursos formales y estrategias compositivas, para irlos repitiendo y perfeccionando a lo largo del tiempo. Hoy, en la oficina, he leído con admiración un artículo de un viejo académico que no ha tenido mayor problema para escribir exactamente aquello que se le pidió: precisión, elegancia, decoro… la capacidad, en resumen, para pensar y desarrollar de antemano su idea y plasmarla con fluidez. Cualidades que solo alguien de genio puede aplicar a la escritura de un poema sin caer en la insipidez, quizá la banalidad… Si un poema existe o tiene vida, ¿de qué sirve intentar repetirlo? ¿Cómo se puede tener la presunción de que hay un camino ya abierto y pavimentado por la costumbre por el que se puede llegar, una y otra vez, al poema? Ahí radica, quizá, lo milagroso (empleo la palabra con prudencia) de ciertas experiencias creadoras: todos los «poemas humanos» de Vallejo surgen de la misma fuente y caminan hacia idéntico horizonte, pero ninguno reitera camino, ninguno se vale de otro para hacer más fácil o llevadera la marcha.

A media tarde, en el metro, un hombre mayor de rostro alargado y labios carnosos leía con atención un fajo de fotocopias encuadernadas. Parecían premisas de algún razonamiento lógico, pero al acercarme vi que estaban trufadas de incógnitas y ecuaciones matemáticas. Había algo cómico en su atención: de vez en cuando sacaba la punta de la lengua y se repasaba el labio inferior con tranquila pulcritud; su rostro no dejaba de alargarse hacia abajo, como vencido por la gravedad, y dejaba ver unas ojeras oscuras, arcillosas, en las que los signos de las ecuaciones parecían bailar sin prisa. La intensidad de su atención le hacía tener la boca abierta, las mejillas caídas, pero los ojos eran firmes, leían con diligencia, y su aspecto era el de un niño envejecido, o un viejo con cara de niño, quizá las dos cosas, el rostro de alguien que no acaba de creerse la distancia entre el mundo y su mundo. Eso le puede ocurrir a cualquiera, desde luego, pero parece propio sobre todo de niños y viejos. Los primeros, porque apenas conocen el mundo. Los segundos, porque saben que es imposible o inútil conocerlo; toda la vida se les ha ido en hacerse el suyo propio, que al cabo tampoco suele servir ni es suficiente. En mi andar por el bordillo de la acera he sorprendido un reflejo de la infancia que anuncia, quizá, la decadencia futura. También un descuido de las formas que no viene –seamos sinceros– de haber tocado fondo, sino de pensar mucho en los fondos que he creído intuir en ciertas obras, a veces de autores cercanos, con las que he convivido estos últimos meses. Advierto en ellas una forma de debilidad (quizá sea mejor decir: de vulnerabilidad) que me resulta admirable y que constituye, en última instancia, su virtud principal. Como el hombre del metro con la boca floja y los ojos duros, atentos.

Dice el dicho que «las apariencias engañan». El enigma que encarnan los demás es el que mueve nuestras ficciones, nuestros juegos de hipótesis; a todos nos sorprende esta o aquella revelación sobre una persona, convertida de pronto en la x de una ecuación que quizá nunca resolvamos. Pero en poesía las apariencias son lo más profundo, lo primordial (la carga de sentido), y solo engañan al que quiere dejarse engañar. Entretanto, uno sigue caminando por los bordillos, haciendo equilibrios en público, buscando la forma de no guardar las formas.

sábado, julio 06, 2013

let it go (versión original) / empson





deja que se vaya

Este vacío intenso es lo realmente extraño.
         Cuantas más cosas te suceden más te cuesta
                   decir o recordar incluso lo que fueron.

Cubren tal radio las contradicciones.
         El hablar hablaría hasta irse por la tangente.
                   No quieres manicomio ni todo eso ahí.



trad. J. D. / el original, aquí



La última entrada del mes de junio no se llamaba «Let it go» por casualidad. Tenía en mente un breve poema homónimo de William Empson (1906-1984) que descubrí hace más de veinte años (creo que en la antología de George MacBeth que ya he mencionado otras veces) y que no ha dejado de fascinarme desde entonces. Es un poema breve, como digo: apenas seis versos, pero tan elíptico que soslaya cualquier intento de fijar o reducir su sentido. Me parece que tiene algo de impugnación del relato terapéutico freudiano: no entres en ese cuarto, viene a decir, no hurgues en la mugre (ese digging in the dirt que acuñó Peter Gabriel), no vayas a remover demasiado las cosas y te encuentres con un «manicomio» ahí dentro. El poema es tan intenso y comprimido que nunca me he quedado satisfecho con mis muchos intentos de traducirlo. Esto que doy a conocer ahora es un borrador provisional que quizá deba rehacer en el futuro. Para empezar, omite la rima consonante que enlaza los versos de la primera y segunda estrofas. Y no veo forma satisfactoria de traducir el penúltimo verso: ese «the talk would talk and would go so far aslant» que se va tanto por la tangente de su idioma que esquiva sin esfuerzo las garras de la sintaxis española. Dicho esto, creo que no ha quedado del todo mal (en otras palabras: hace diez años la hubiera firmado sin reservas).

Empson, por supuesto, es conocido principalmente como crítico literario por su libro Siete tipos de ambigüedad, que publicó cuando tenía la friolera de veinticuatro años (¡aunque lo escribió a los veintidós!). Tuvo una vida bastante nómada, con una expulsión temprana de la Universidad de Cambridge que le llevó a dar clase en Japón y en China poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Volvió primero a Londres (Canetti habla con admiración de las parties de Empson, las únicas en las que no se sentía como un bicho raro) y terminó instalándose en Sheffield, en cuya universidad dirigió el departamento de literatura inglesa. Revisando su vida, uno se queda con la impresión de un intelecto poderoso que dio lo mejor de sí al comienzo y al final de su carrera, con un largo intermedio de silencio y desconcierto que quizá tuviera que ver con su incapacidad para encontrar un trabajo estable y acorde a sus méritos. El tono entre oracular y enigmático de sus poemas lo convirtió en una figura influyente durante los años de posguerra: su obra está llena de versos rotundos y casi sentenciosos, cercanos al aforismo, y sin embargo una ironía impersonal actúa desde el fondo para evitar cualquier forma de énfasis, cualquier tentación de reducir su sentido a una glosa consoladora.

Ah, la imagen se la debo a mi buen amigo Juan Soros, quien la subió hace poco a su página de facebook.

miércoles, julio 03, 2013

piedra y cielo / el cuaderno





Noticias, noticias… Acaba de publicarse en la red el número 3 de la revista virtual Piedra y Cielo, de la que ya he hablado en alguna ocasión. Esta vez, con poemas de Ada Salas y Dónall Dempsey, notas y aforismos de Lázaro Santana, un cuento de Horacio Cavallo y reseñas de Francisco León y Alejandro Krawietz, entre otros. Tengo el honor de abrir este número con un texto a caballo entre la nota de diario y el apunte ensayístico que se llama «Trance» y que escribí apenas dos días antes de que se acabara el año 2012. Sospecho que los lectores habituales de esta bitácora reconocerán en «Trance» algunas de las obsesiones que suelen recorrer lo que escribo, solo que en versión algo más prolija.

De todos modos, el grueso del número está ocupado por un hermoso dossier sobre el artista bosnio Stipo Pranyko (Jajce, 1930), de quien pudo verse una fascinante retrospectiva en el TEA de Santa Cruz de Tenerife entre abril de 2012 y enero de este año: poemas, ensayos de Melchor López, Isidro Hernández y Fernando Gómez Aguilera, un vídeo de David Delgado San Ginés… En fin, todo un regalo para los sentidos, y un justo homenaje a una obra que ocupa un lugar aparte por su sobria luminosidad, sus blancos vividos y usados y gastados por la vida, su afán por dignificar los oficios, las tareas cotidianas, el espacio de la domesticidad humilde…

*

También está disponible en la red el último número del curso, el 47, de El Cuaderno, que dedica sus páginas iniciales a Julio Cortázar con motivo del cincuenta aniversario de la publicación de Rayuela. Pero hay más, mucho más: cuarenta páginas de reseñas, poemas, ilustraciones, textos sobre arte y literatura… Para descubrirlo basta con asomarse a la página correspondiente en issuu. Dosificad bien la lectura, porque no volvemos hasta septiembre.