miércoles, julio 10, 2013

rock bottom





Voy camino de la oficina y me doy cuenta, de pronto, de que camino por el margen de la acera, como cuando tenía diez años y hacía equilibrios imaginarios en los bordillos. Bien es verdad que acabo de pasar frente al edificio de la Fiscalía Anticorrupción y que no es cosa de arrimarse demasiado, pero verme repitiendo gestos mecánicos de mi infancia habla poco de mi capacidad para soslayar las trampas del instinto. Lo achaco a que andaba embebido en mis pensamientos, sin reparar en que estaba en la calle, a la vista de todos. A lo peor hasta me han visto, y oído, murmurando conmigo mismo, que es una bonita manera (valga la paradoja) de hacer una brutta figura.

Quizá todo fuera influencia de la frase, o mejor la ocurrencia, que llevaba masticando todo el trayecto: Cuando se toca fondo, se empiezan a perder las formas. Una variación (no llega a aforismo) sobre el viejo debate forma/fondo que lo mismo se aplica a lo real, esto que vivimos y que necesita de nuestro sinvivir para perpetuarse, que a ese momento de la creación en que alguien deja de lado, definitivamente, la música del decoro y los ejercicios de estilo más o menos hábiles para entrar en una zona incierta donde la incorrección afortunada o luminosa es la raíz del excedente estético, donde la forma se inaugura a cada instante y es irreducible a reglas, propósitos, procesos. En palabras de Charles Tomlinson (que ya he citado demasiadas veces): Nada que no sea elegante / ni nada que lo sea si solo es eso. O, como apuntaba Cortázar, que de esto algo sabía, hay que ir más allá de la mera corrección, el aprendizaje no sirve si no implica, finalmente, un desaprender, un escribir mal a conciencia. Lo hizo Vallejo en Trilce y en tantos «poemas humanos». Lo hizo el propio Cortázar en Rayuela, o Sylvia Plath en Ariel, o, poco después, el mismo Ted Hughes en Cuervo, cuando se dejó llevar por la frescura y la pulsión anafórica de la poesía primitiva. Hay ejemplos para todos los gustos: Emily Dickinson, el último Van Gogh, Alberto Caeiro, Pasolini…

Escribir mal a conciencia, sí. Porque, en última instancia, es una moral de escritura que implica una moral de vida y que quizá solo entienden, o practican, aquellos que han tocado fondo en su relación con el arte, con la creación, con las expectativas que alguna vez se forjaron sobre el lugar que podía ocupar –sobre la función que podía tener– el arte en sus vidas. Tocar fondo, aquí, tiene que ver con no hacerse ilusiones, no esperar nada en concreto más que la satisfacción del trabajo en sí, la alegría de un hacer que solo tiene trascendencia, como mucho, para el hacedor mismo –y solo cuando hace.




Hace poco Ricardo Menéndez Salmón citaba una frase del artista de Fluxus Robert Filliou: «El arte es aquello que vuelve la vida más interesante que el arte». Solo la creación que no se hace ilusiones sobre nada ni nadie, y menos aún sobre sí misma, es capaz justamente de obrar ese pequeño milagro de hacer más viva la vida; dicho de otro modo, de sobreponerse a su dimensión inevitablemente retórica –dejando atrás lo que haya en ella de técnica o designio formal– para volver con más fuerza sobre el mundo.

Si uno quiere hacer artículos de periódico o columnas de opinión, está bien aprender trucos, técnicas, un abanico de recursos formales y estrategias compositivas, para irlos repitiendo y perfeccionando a lo largo del tiempo. Hoy, en la oficina, he leído con admiración un artículo de un viejo académico que no ha tenido mayor problema para escribir exactamente aquello que se le pidió: precisión, elegancia, decoro… la capacidad, en resumen, para pensar y desarrollar de antemano su idea y plasmarla con fluidez. Cualidades que solo alguien de genio puede aplicar a la escritura de un poema sin caer en la insipidez, quizá la banalidad… Si un poema existe o tiene vida, ¿de qué sirve intentar repetirlo? ¿Cómo se puede tener la presunción de que hay un camino ya abierto y pavimentado por la costumbre por el que se puede llegar, una y otra vez, al poema? Ahí radica, quizá, lo milagroso (empleo la palabra con prudencia) de ciertas experiencias creadoras: todos los «poemas humanos» de Vallejo surgen de la misma fuente y caminan hacia idéntico horizonte, pero ninguno reitera camino, ninguno se vale de otro para hacer más fácil o llevadera la marcha.

A media tarde, en el metro, un hombre mayor de rostro alargado y labios carnosos leía con atención un fajo de fotocopias encuadernadas. Parecían premisas de algún razonamiento lógico, pero al acercarme vi que estaban trufadas de incógnitas y ecuaciones matemáticas. Había algo cómico en su atención: de vez en cuando sacaba la punta de la lengua y se repasaba el labio inferior con tranquila pulcritud; su rostro no dejaba de alargarse hacia abajo, como vencido por la gravedad, y dejaba ver unas ojeras oscuras, arcillosas, en las que los signos de las ecuaciones parecían bailar sin prisa. La intensidad de su atención le hacía tener la boca abierta, las mejillas caídas, pero los ojos eran firmes, leían con diligencia, y su aspecto era el de un niño envejecido, o un viejo con cara de niño, quizá las dos cosas, el rostro de alguien que no acaba de creerse la distancia entre el mundo y su mundo. Eso le puede ocurrir a cualquiera, desde luego, pero parece propio sobre todo de niños y viejos. Los primeros, porque apenas conocen el mundo. Los segundos, porque saben que es imposible o inútil conocerlo; toda la vida se les ha ido en hacerse el suyo propio, que al cabo tampoco suele servir ni es suficiente. En mi andar por el bordillo de la acera he sorprendido un reflejo de la infancia que anuncia, quizá, la decadencia futura. También un descuido de las formas que no viene –seamos sinceros– de haber tocado fondo, sino de pensar mucho en los fondos que he creído intuir en ciertas obras, a veces de autores cercanos, con las que he convivido estos últimos meses. Advierto en ellas una forma de debilidad (quizá sea mejor decir: de vulnerabilidad) que me resulta admirable y que constituye, en última instancia, su virtud principal. Como el hombre del metro con la boca floja y los ojos duros, atentos.

Dice el dicho que «las apariencias engañan». El enigma que encarnan los demás es el que mueve nuestras ficciones, nuestros juegos de hipótesis; a todos nos sorprende esta o aquella revelación sobre una persona, convertida de pronto en la x de una ecuación que quizá nunca resolvamos. Pero en poesía las apariencias son lo más profundo, lo primordial (la carga de sentido), y solo engañan al que quiere dejarse engañar. Entretanto, uno sigue caminando por los bordillos, haciendo equilibrios en público, buscando la forma de no guardar las formas.

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