jueves, noviembre 29, 2012

epifanía de lo cotidiano


Así se títula la reseña del libro de John Burnside que el poeta y crítico Luis Muñiz publicó hace justamente dos jueves en el suplemento cultural de La Nueva España; lúcida y perspicaz, como todas las suyas. También generosa. Como generoso ha sido el poeta Antonio Lucas al escribir en El Mundo de la Poesía completa de Paul Auster. Sí, lo sé, tanto Luis como Antonio son también periodistas, y de los buenos, pero aquí lo que me importa es subrayar su compromiso, también crítico, con la poesía. Gracias a los dos, de corazón.

PS. Por si alguien tiene curiosidad, aquí va el enlace con la entrevista que le hice el año pasado a José Manuel Caballero Bonald y que se publicó en el número 17 de la revista Minerva. De nuevo el Premio Cervantes va a parar a un escritor que ha vivido por y para la poesía. Bien es verdad que el autor de Entreguerras ha incursionado en muchos otros géneros: novela, artículos, libros de memorias... Pero tampoco es casual que haya vuelto una y otra vez a la poesía y que haya recurrido a ella en el tramo final de su viaje creativo. Ha sido el eje de toda su actividad literaria, su manera de ser fiel a los imperativos no siempre convergentes de la palabra, la imaginación y la propia existencia.

lunes, noviembre 26, 2012

en reserva





Hay en inglés una curiosa expresión, «running on empty» –cuya traducción literal sería «tirar de vacío» pero que corresponde, en realidad, a nuestro «ir con el depósito en reserva»–, que parece particularmente apropiada a este tiempo nuestro de fuerzas limitadas y prudencias sin fin. Todo intimida de antemano, todo se toma con varios granos de sal y previsible reserva, como si no estuviéramos seguros de poder afrontarlo con garantías. La cascada de noticias que cae sobre nosotros cada día nos inclina la frente y es como una ducha fría preventiva, el almizcle chivato que nos alerta del enemigo y nos aparta del camino antes incluso de adentrarnos en él.

Ya puestos a ser literales, este correr sobre vacío del inglés parece configurar una imagen bastante reveladora del absurdo en el que vivimos. Como si alguien nos hubiera robado la bicicleta y siguiéramos moviendo las piernas convencidos de que a base de pedalear crearemos la bicicleta. ¿Y quién sabe? Quizá este movimiento regular y un poco histérico sea el comienzo de algo. En realidad no deja de ser lo que siempre han hecho los artistas: crear un mundo a base de nada, partiendo de nada. Es como el «caminar haciendo camino» de Machado o, más en general, como ese blanco preliminar sin el cual no hay lienzo ni página que valga.

Sería frívolo y hasta de mal gusto insinuar que los capos del ultracapitalismo y los grandes poderes financieros están desmantelando sin contemplaciones el estado de derecho para convertirnos a todos en artistas de nuestra propia vida –no les demos, encima, esa capacidad de imaginar horizontes–, pero sospecho que una posible solución al impasse en el que andamos pasa justamente por tomar las riendas de muchos aspectos de nuestra vida que antes dábamos por supuestos o arbitrados en manos de terceros. La solidaridad, por ejemplo. La facultad para crear redes de apoyo y de intercambio que nos empoderen y nos conviertan de nuevo –no en dueños, ¿quién puede o quiere ser dueño de nada?– en conductores de nuestro día a día. No está claro cómo lograrlo en la práctica más allá de vagas proclamas sedativas –ésta incluida–, aunque todos los días nos enteramos de lugares donde se reactivan o se improvisan respuestas, salidas, contrataques. Y son muchos los que han trabajado en secreto y sin esperar nada por debajo del brillo equívoco de la superficie. Decía Antonio Gamoneda hace algunas semanas, en una entrevista, que «desmantelado el Estado del bienestar, hay que superarlo organizando la pobreza». Tanta rotundidad se expone a ser malentendida, pero hay que recordar su procedencia. La frase del poeta es la de alguien que –sospecho– nunca se creyó que esa prosperidad que nos vendían fuera del todo cierta; alguien que nunca dejó de ver el hueso de la pobreza bajo las ropas suntuosas del novorriquismo que devoraba de un lado a otro esta España mediocre, llena de tuertos que se creen reyes y de pícaros que no ven para no ser vistos, que callan esperando que los demás también callen. Quien como Gamoneda nunca esperó gran cosa es difícil que se sienta defraudado. Quien ha vivido siempre en y desde la precariedad es difícil que se haga ilusiones y tiene, igualmente, más capacidad para seguir moviendo las piernas y persistir en su marcha. De alguna manera, ha interiorizado el cansancio y lo concibe como un mal necesario, una tenia de lucidez que afina y afila la conciencia antes de encarar el siguiente obstáculo.

Lo que está claro es que avanzamos con el depósito en reserva y no sabemos cuánto más durará el viaje. Las viejas certezas han desaparecido o están a punto de hacerlo. Volvemos a un nuevo siglo diecinueve cruzado con el animal indócil de la tecnología virtual y el linaje resultante promete tenernos entretenidos mucho tiempo. No hace falta incurrir en predicciones agoreras o apocalípticas para saber que ese breve sueño de prosperidad –que sólo fue eso: un sueño– no tiene intención de regresar. El mundo será un lugar mucho más hosco y difícil. Lo real encontrará la manera de ponernos a prueba una y otra vez y exasperar nuestra incredulidad (lo imposible no es ya algo que debamos pedir, como en aquel viejo lema sesentayochista, sino que está plantado ante nosotros y amenaza con devorarnos). Y habrá que volver de nuevo a los maestros que nunca debimos abandonar, los que sabían que la acción bien entendida empieza por uno mismo, que no puede haber ninguna esperanza de cambio colectivo si antes no obramos ese cambio en nuestro interior. Crear la bicicleta, en fin. Pedalear hasta que algo parecido a un manillar se insinúe ante nosotros. O sacar un conejo de la chistera. Todo lo que tenga que ver un poco con la magia o con la poesía, tanto da, todo lo que nos haga un poco artistas para refundar y recrear nuestra vida con la conciencia puesta en los demás. Como escribió Rilke en otro contexto: Sobreponerse es todo. Ese aprendizaje.

miércoles, noviembre 21, 2012

la bicicleta del panadero





El pasado viernes 16 de noviembre se presentó en el Ateneo de Madrid La bicicleta del panadero (Calambur, 2012), el más reciente libro de Juan Carlos Mestre: un acto multitudinario, lleno de emoción y de intensidad, que se cerró con la interpretación de algunos viejos poemas de Mestre en la voz y la guitarra de Amancio Prada.

A mí me tocaba decir unas palabras preliminares sobre el libro, y opté por leer un resumen improvisado de los cuatro folios que había escrito para la ocasión. Algunos amigos me han escrito para pedirme copia del texto, así que he decidido compartirlo en esta bitácora como un recuerdo de aquella noche y un homenaje, desde la cercanía y la complicidad, al autor de La tumba de Keats.


Este libro prodigioso de Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, 1957) se abre con dos sencillas palabras: «le dije». Dos palabras que son a la vez el gong inicial y el estribillo de un poema en prosa, el muy justamente titulado «Poema uno», en el que dos voces (o la cara y la cruz de una sola) dialogan intercambiando perplejidades y juicios, órdenes y quejas: le dije, me dijo, me dijo él, me respondió, eso es verdad respondí… La acotación remite no sólo a una puesta en escena, la de los operarios –quizá los cómicos mismos– que preparan la sala antes o después de la función, sino también a una música: la música de la oralidad, de la palabra que pesa y pasa por la boca, del fluir hipnótico de las imágenes con que la conciencia trata de hacer justicia a la vida, de hacerla vivir. Esa voz –esa música– es la que sostiene La bicicleta del panadero de un lado a otro de los 298 poemas que componen el conjunto: una voz omnívora y exaltada a la vez que burlona, irónica, adepta al disfraz y el despiste, poseída por el demonio de una risa en la que se advierte, al fondo, la sombra magnética del absurdo. Una voz, en fin, que colinda con el charco negro de la pena pero también, de otro lado, con el ritmo febril, incitante, de las analogías y su juego de espejos encendidos.

Habla una voz, en efecto, pero quién la dice y desde dónde es algo que no está claro, que cambia o muta en cada página. La voz es la misma pero los personajes, las bocas y lenguas que hablan, los protagonistas, se transforman sin descanso hasta dibujar una constelación que abarca, en realidad, el mundo entero. «El poeta es un buzo en traje de luces», se lee en «Otra oportunidad», cuyo arranque es todo un lema o carta de creencia:

Hermoso como los caracoles que se juntan en el agua caliente se levanta el árbitro de las abejas en la plantación inagotable de los nuevos errores.
Poesía pudo ser un cerebro que bailoteaba fox-trox en el túnel de los átomos pesimistas y poesía la liebre del rey escaqueándose por la ventanilla invernal de las secretarias eclécticas.
Amó al pájaro que florece y al cerrajero incunable hervido por los profetas.

Es como si Mestre quisiera borrar una y otra vez sus propias huellas, el surco de esa bicicleta que culebrea por los caminos de tierra de la página, pero en vez de emplear una goma de silencio cubre su rastro con una profusión de palabras y de imágenes que se llaman unas a otras como los zarcillos de una enredadera. Este jugar suyo al despiste –y es un juego, aunque surja del horror vacui–, esta afición compulsiva al quiebro y la metamorfosis deja un hueco que al instante se llena de figuras, de formas que se convocan y transforman mutuamente:

No hay, hermano, ninguna versión definitiva sobre la noche, solo peces, camarones, lluvias y relámpagos que caen desde la iluminación sobre la rareza del mundo.




El libro entero está dictado por este afán de totalidad, de no dejar un solo palmo de lo real por escrutar o interpelar: no soy yo, nos dice, yo soy este y aquel, yo soy todos, la voz es la misma pero sólo es posible, sólo es decible y audible si la decimos entre todos. ¿Quiénes somos todos? Me parece que en este libro Mestre ha concebido su propio Juicio Final, una especie de segundo advenimiento al que la comunidad entera de vivos y muertos ha sido invitada para mirarse y descubrirse –revelarse– a la clara luz desde la imaginación. Si Antífona del otoño en el valle del Bierzo convocaba a las figuras del presente y los espectros del pasado para construir el mito de un lugar, aquí es todo el tiempo, todo el espacio, lo que es llamado a juicio antes de esfumarse casi en el último suspiro. El término «juicio» es inexacto y hasta injusto porque aquí no hay condena, no puede haberla. ¿Quién podría arrogarse ese derecho? La misma idea de condena es ajena o extraña al espíritu que anima el libro. Pero sí hay sentencias, resoluciones ocasionales en forma de invectiva o apunte burlón, ironías y desdenes compensatorios que reivindican, como bien dice el poeta Eduardo Moga, «a las víctimas frente a los victimarios, a los humildes frente a los engreídos, a los callados frente a los que mienten». Porque este juicio final que propone Mestre no viene sino dictado por la necesidad utópica, la urgencia de reparar los agravios de la historia y redimir a los desfavorecidos, los arrumbados, los que están al otro lado de la vara de medir y golpear del poder. Lo ha consignado hace muy poco Santiago Auserón con palabras que evocan, a mi oído, los ritmos y tonalidades de esta poesía:

Echamos de menos la verdad callada [de la utopía], la necesidad de donde mana el deseo de otro horizonte. La verdad de toda vieja utopía reside en eso que Deleuze y Guattari llamaban «le peuple à venir»: una comunidad que sólo admite desterrados, nómadas del vasto desierto interior, guerreros que huyen del bando de la avaricia, ciudadanos de un planeta devastado cuyas ruinas esconden un pozo de agua mítica, cuya frescura imaginaria es comparable tan sólo con el sinsabor de su perpetua dilación. (El ritmo perdido)

Sabemos ya que todo juicio final es, en realidad, la oportunidad de un nuevo comienzo, la tabla rasa que permite remprender la marcha en plenitud, sin viejos lastres ni adherencias: un envite hacia el futuro que abreva y repone fuerzas en un pasado mítico, quizá inexistente salvo en el espacio de una imaginación sin la cual no podríamos comprender nuestra propia vida. Sabemos también que en la idea de utopía alienta siempre una pulsión apocalíptica, el deseo de romper con todo, de romperlo todo para ver qué subsiste, qué sigue siendo válido. Pero en la utopía de este hijo de panadero no hay lugar para la explosión destructiva: el fuego purificador es más bien, aquí, un fuego de artificio que alumbra y hace brillar todo aquello que nombra, que lo exalta y lo celebra dándole nueva vida. La risa liberadora y hasta carnavalesca de Mestre sólo tiene un destinatario: la arrogancia del poderoso, la seriedad impostada del pedante, el podio no menos impostado de la autoridad y sus secuaces… Cumple con creces aquella irreverencia, aquel espíritu libertario y heterodoxo que Valente invocaba con sorna en «Bajemos a cantar lo no cantable», uno de sus mejores poemas tempranos:

propongamos (…)
un trompo al justiciero general de a caballo,
una falsa nariz al inocente,
pan al avaro,
risa al cejijunto,
al astado burócrata una enjuta ventana
con vistas al crepúsculo,
al rígido bisagras,
llanto al frívolo,
gladiolos al menguado,
tenues velos al firme,
un ángel mutilado al siempre obsceno,
falos de purpurina a las dulces señoras…

«Risa al cejijunto...» Nadie como Mestre, desde una posición estética tan poco deudora de Valente, ha cumplido entre nosotros este programa casi dadaísta. Nadie tampoco ha encarnado mejor en su poesía esa definición de la alegría que dio el poeta gallego: «infatigable loro azul del aire». Esa risa disuelve también –era inevitable– ese género de pedantería que puede ser la crítica o la teoría literaria, en especial cuando se arroga condición de árbitro o de fin que ignora los medios. Mestre neutraliza una y otra vez a los críticos por el nada sencillo método de prever o adelantarse a sus objeciones y fecundar con ellas la escritura, el poema mismo:

Ustedes tienen aparato teórico me dijo un día un poeta quechua. Qué va, le respondí yo, apenas una gruesa capa de tocino con que mantenernos a flote cuando las aguas se ponen frías y los razonamientos nos llegan al cuello.




Conviene leer este libro de principio a fin. Leerlo en su despliegue, en sus desvíos y ramificaciones. Conmueve, bajo esa lectura, el sentimiento de duelo con que nace. Un duelo que va matizándose y modulándose conforme avanza hasta convertirse en una melodía de contrabajo capaz de sostener las acrobacias más sorprendentes. El duelo tiene causa biográfica –la pérdida del padre, cuya figura está detrás de las vetas más elegíacas y hasta sentimentales del libro: «la reina la Luna envejecida por la noche del padre»– y también una fuerte dimensión colectiva: surge de contemplar el paisaje en ruinas de una sociedad atravesada por la codicia y el olvido de su pasado, una sociedad que no acaba de articularse como proyecto colectivo y que deja sin atender los reclamos cada vez más perentorios de la imaginación. El paisaje de estos poemas iniciales es sombrío, crepuscular: una «Tierra de los significados» barrida por la tos del viento y poblada por cangrejos ermitaños que no saben mirar al frente sin caminar hacia atrás:

Poco antes de borrarse del todo el Sol echa un vistazo a las cabras y a los cangrejos
Luego no queda ni un alma, las madres toman la fiebre con la mano y los suicidas vuelven otra vez a la cama
En el piso de arriba los ratones hacen un ruido de novias en sandalias
No brilla tanto la timidez de las estrellas, debe de ser el cigarrillo de los filósofos sobre el océano
Es lo posible, la ceniza de las palabras que caen desde un extraño mundo como copos de nieve

Algo así parece declarar, con la fuerza misteriosa y secreta de un anagrama, la frase que dibujan al tocarse los dos extremos del libro. Si «Poema uno», como vimos, se abre con la expresión «le dije», el poema final, «Últimas palabras», concluye con un sintagma de rara sugerencia: «la muerte y sus nombres». El poema no se llama «Últimas palabras» por casualidad: su designio es mostrarnos sin velos ni embozos el desvanecimiento de ese mismo mundo que ha sido convocado a juicio poético: «La ley desaparece el mundo desaparece las chozas se desploman los diamantes se licuan (…) las prisiones desaparecen los cubos de los hospitales la muerte y sus nombres». Aquí, de nuevo, lo personal y lo colectivo se entrelazan y se dejan leer a la vez. La muerte del padre y la muerte del mundo es una; la pérdida es desaparición física y también silencio, estación término para el poeta de las imágenes locuaces y los «versículos como venas henchidas».

Sin embargo, a lo largo de los casi trescientos poemas que componen el libro el humor y la belleza saben ganar la partida y proponer figuraciones verbales que nos deslumbran por su potencia visionaria, su red ilimitada de vínculos y correspondencias, la voracidad de sus anáforas y enumeraciones, el tam-tam celebratorio de sus letanías... Figuraciones en las que hallamos, transmutada, la huella declarada de todos sus mentores, de Whitman a Rosamel del Valle, de Dylan Thomas a Antonio Gamoneda, de Jaime Sáenz a Violeta y Nicanor Parra... «Asumir nosotros el misterio de las cosas», dice con perspicacia el rey Lear refiriéndose a él y a su hija Cordelia, la callada, la que guarda silencio incluso bajo coacción. No otra cosa es lo que ha hecho Juan Carlos Mestre en todos sus libros, del primero al último: asumir el misterio de las cosas en su infinita variedad, en su riqueza imperfecta y consoladora. «Lo igual es esa niña que contesta no, lo igual es la mano que cierra la puerta», leemos en «Argonautas». Mestre no es un poeta igual, entre muchas otras razones, porque sigue siendo el muchacho que responde sí, la mano que abre la puerta.


Juan Carlos Mestre, La bicicleta del panadero, Calambur Poesía, Madrid, 2012, 480 págs.



Juan Fernández, Manu Clavijo, J. D., Juan Carlos Mestre y Amancio Prada.
Foto: Ana Agudo

sábado, noviembre 17, 2012

monósticos / el libro


V.

No queda nadie en pie, los tuyos duermen.
El silencio se vierte sin prisa en tus oídos.
Un no es no es no.
No hay nadie a quien culpar, ningún pretexto.
Alguien, en otra noche, piensa furiosamente en ti.





«Formatos matemáticos para mundos interiores, aritmética de selvas». Así definió el poeta Eduardo Moga, en un mensaje reciente, los Monósticos que acabo de publicar en una hermosa edición ilustrada gracias al esfuerzo y el compromiso de Del Centro Editores. También el poeta Álvaro Valverde, en su bitácora, le ha dedicado una inteligente y generosa entrada, como todas las suyas. Aunque el libro se ha publicado en edición limitada (quizá no tanto: cien ejemplares), poco a poco va encontrando un puñado de lectores bien predispuestos. Debo confesar que me siento cómodo en este formato y este ámbito de recepción, tan domésticos: de alguna manera, preserva para los poemas esa intimidad en la que nacieron y de la que, tal vez, nunca deberían salir.





Como habrá quien no sepa de qué estoy hablando, recuerdo que Monósticos es un poema en 21 partes, algunas brevísimas, del que ya he ido dando muestras en el pasado. El libro viene acompañado de las imágenes –hechas para la ocasión– del pintor Haritz Guisasola y se puede adquirir llamando o escribiendo al Centro de Arte Moderno de la madrileña calle de Galileo (en cuya página aparece toda la información pertinente). Copio aquí la ficha técnica. Tal vez esté mal que yo lo diga, pero el trabajo de Claudio y Raúl, los editores del CAM, ha sido espectacular.


Monósticos. Poemas de Jordi Doce. Ilustraciones de Haritz Guisasola. Del Centro Editores. Madrid. 2012. Primera edición. Edición artesanal de 100 ejemplares firmados por el autor y el ilustrador impresos en papel Fabriano de 160 g. en rama presentado en carpeta revestida en tela con guarda de papel estampado a mano. 64 p. ISBN: 978-84-92816-58-3. PVP 29 €





martes, noviembre 13, 2012

reginald gibbons / poema





insomne en la fría penumbra


Insomne
            en la fría penumbra
miro ante mí
            la oscura puerta
cerrada
            que de-
viene un
            abismo en el
cual mis
            recuerdos han
caído
            más allá de la risa o
el horror,
            la pasión o el trabajo
duro… mis
            recuerdos
de nuestra
            risa, horror,
pasión,
            duro trabajo. Un
dolor de
            ser. Un dolor
de ser,
            en el amor. Un
dolor de estar
            en el
amor. Como
            proyecciones en la
pantalla
            de las pesadas
cortinas
            del ventanal, las luces
destellantes
            de un quitanieves
raspando el firme
            después de medianoche
por un
            momento laten en
este cuarto.





Otro poema de Reginald Gibbons, de su libro Creatures of a Day (2008). No recuerdo por qué razón, quedó fuera de Desde una barca de papel, la antología de su obra que publicamos hace casi tres años. Lo recupero ahora, deslumbrado por su concisión y hondura emocional. Me parece uno de los ejemplos más acabados de su tono más desnudamente lírico: un contraste con las llamadas odas, más narrativas y también más volcadas hacia lo exterior, la ciudad con sus aristas y miserias sin cuento (mejor incontables: para contárnoslas está precisamente el poeta). Aquí, sin embargo, el verso es breve, cortante y al mismo tiempo ágil, como si una mano lo condujera con firmeza hacia su término natural.

Imposible replicar en la traducción el metro de dos golpes acentuales del inglés; he intentado, al menos, que los versos españoles jueguen a establecer combinaciones imparisílabas, que sea posible adivinar la respiración de un heptasílabo o incluso de un eneasílabo tras los diversos encabalgamientos y particiones versales. El resultado es tan intenso como inquietante: un paréntesis en la noche oscura del alma, una hoguera de palabras modestas que alumbra los peores rincones del tiempo, su mala sombra.

El original, aquí.  

domingo, noviembre 11, 2012

2+1 reseñas





Son dos reseñas: la primera (en la imagen: hay que hacer
click en ella para aumentarla), en El Cuaderno, de Eduardo Moga sobre Conjeturas y esperanza, la antología de John Burnside publicada hace medio año por Pre-Textos; la segunda, en La Nueva España, de José Luis Argüelles sobre la Poesía completa de Paul Auster (Seix-Barral). Las dos, cada una en su estilo, son modélicas. Lo que confirma una vieja idea: en poesía, al menos, y con las debidas excepciones (Antonio Ortega, Jaime Siles...), la mejor crítica no se hace en los suplementos de tirada nacional. No entraré en las causas. Me basta con ratificarlo y pensar que los márgenes tienen algunas ventajas: el lugar está en proporción con la importancia del trabajo de uno, los malentendidos son menos.

Posdata: añado, en diferido, la estupenda reseña de la poesía de Auster que ha escrito el poeta Óscar Curieses para El Imparcial. Otra prueba más, por si hiciera falta, de que la crítica (literaria o no) respira con más fuerza en las afueras.

viernes, noviembre 09, 2012

sparks






Relámpagos como tenazas. La tierra esconde sus tesoros.




La calle como un animal salvaje. Se puso a caminar para domesticarla.




Dios renuncia a ser Dios y comienza a vivir entre nosotros. Sólo en sueños recuerda su antigua vida. Siente el cosquilleo de la omnipotencia y se despierta perplejo, aturdido. Mira por la ventana y vislumbra extraños huecos en forma de tubo que llevan hacia arriba. Cuando sale de casa los perros del barrio le evitan con prudencia. Pide disculpas hasta cuando no es necesario.

martes, noviembre 06, 2012

los ojos de adán





Este libro, que reúne muchos de los artículos que su autor, el cubano Orlando González Esteva (1952), escribió entre junio de 2006 y junio de 2008 para el periódico El Nuevo Herald de Miami, tiene mucho de compendio o destilado de la poética de su autor, como si fuera el revés de la trama que, cristalizada en estrictos moldes métricos, comparece en sus libros de poemas. En realidad, toda la obra de González Esteva se ha movido simultáneamente por dos vías que parecen contradecirse pero que en realidad se complementan: por un lado, la estrofa rimada, el cubo cadencioso de una redondilla en la que suenan por igual las volutas de la canción popular y la geometría severa de la vanguardia; por el otro, la prosa danzarina y digresiva, tocada por el demonio de la analogía, trufada de correspondencias y revelaciones que primero deslumbran y luego se nos vuelven evidentes, casi axiomáticas, como si fueran parte de las leyes que rigen el comercio de las cosas. Sospecho que esta prosa es la forma en que el poeta descansa y se relaja después de sus seductores ejercicios métricos, una diástole para la sístole (insostenible si se prolonga en exceso) de los silogismos de ocho versos y rima consonante. Hay complementariedad, pues, y una profunda coherencia en los temas y el estilo por debajo de estrategias retóricas, como dejó claro la antología de su obra editada por FCE, ¿Qué edad tiene la luz esta mañana? (2008), que yo al menos siempre he leído como si fuera un conjunto unitario, un libro de nueva planta...




Así comienza la reseña que escribí hace unos meses de Los ojos de Adán, el espléndido libro de artículos que el escritor cubano Orlando González Esteva (Palma Soriano, 1952) acaba de publicar en la Editorial Pre-Textos. Un libro que recomiendo a todos aquellos que disfrutan por igual con los vuelos de la imaginación y la palabra en libertad; una palabra, en su caso, llena de elegancia, de plasticidad, de fuerza verbal y visual, que recuerda las fulguraciones de Gómez de la Serna o del Cortázar de los cronopios.

La reseña, titulada «El mundo en bandeja», se publicó en el número de julio-agosto de Cuadernos Hispanoamericanos gracias a la invitación de su nuevo director, Juan Malpartida, y sube ahora a la red en Diario de Cuba por gentileza de Antonio José Ponte. El libro, por su lado, está más vivo que nunca. Como decía Pound que era la literatura, sigue siendo news that stays news.

lunes, noviembre 05, 2012

tres de corazones


Cada día, durante diez minutos, le es concedido transformarse en uno de los operarios que trabajan, cansados y grasientos, en la sala de máquinas de su corazón.



Ahueca las manos formando el contorno de una vasija, y entonces el corazón se refugia en ellas de un brinco. Quiere estar delante pase lo que pase. Quiere ser el primero en gritar tierra.



Contra el músculo del corazón, el cepo del reloj.

sábado, noviembre 03, 2012

esquirla



haritz guisasola



Así empiezan los cuentos: un niño se pierde en el bosque.
Si algún pájaro habló con él, no lo sabemos.