domingo, febrero 27, 2011

lawrence x 4

.
– ¡Es usted un payaso, Lawrence!
– No todos podemos ser domadores de leones, señor.


*

– Va a ser divertido…
– Créame, Lawrence, sólo hay dos especies que se divierten en el desierto, los beduinos y los dioses, y usted no es uno de ellos.
– Sigo pensando que será divertido, señor.


*

– ¿No tienes miedo, inglés?
– Mi miedo es cosa mía.
– Cierto.


*

– Usted debe de ser uno de esos ingleses a los que les gusta el desierto. A ningún árabe le gusta el desierto. Nosotros amamos el agua y los árboles, y en el desierto no hay nada. Y no hay hombre que no necesite nada.

David Lean, Lawrence de Arabia

.

viernes, febrero 25, 2011

circe maia

.

Allá por el 96, casi en otra vida, cuando (mal)vivíamos en Sheffield dando clases en la universidad, dos buenos amigos uruguayos, Laura Musto y el escritor Pablo Casacuberta, regresaron de sus vacaciones australes con un pequeño regalo: una antología de la poesía uruguaya contemporánea. El responsable de aquella muestra se llamaba –y se llama– Amir Hamed, aunque ahora no recuerdo el nombre de la editorial donde vio la luz (supongo, por cierto, que es la misma antología que Hamed ha reeditado hace pocos meses con el nombre de Orientales. Uruguay a través de su poesía). Sí recuerdo que era un tomo pequeño, impreso algo pobremente, y en el que me alegró encontrar, a modo de confirmación o prueba del nueve, dos admirados nombres familiares: Eduardo Milán y Rafael Courtoisie.

Aparte de ellos, de aquel volumen me impresionó en especial una poeta, entonces para mí desconocida, de sugestivo nombre y aun más sugestiva obra: Circe Maia. Se incluían ahí, no sé, doce o catorce piezas breves, poemas que contrastaban abiertamente con el resto del libro y que sentí de inmediato muy cercanos: un tono reticente y a la vez cordial, la herencia del simbolismo tamizada por la lección de la oralidad y los ritmos conversacionales, frescura y elegancia, interés por el mundo natural y el tiempo secreto de las cosas, Vermeer y Morandi, el misterio de los arrabales y de la penumbra doméstica pero también el esplendor laborioso de las estaciones. Para entendernos, como si la cordialidad y la «palabra en el tiempo» de su maestro Antonio Machado se hubieran aliado con la precisión y el detallismo sensoriales de un Jorge Guillén.

Años más tarde, en el otoño de 2001, ya de vuelta en Gijón, tuve la idea de preparar una amplia selección de sus poemas para el lector español. No sé bien cómo, pero conseguí sus señas postales y le escribí una carta explicando mi proyecto. Ella respondió muy amablemente y me envió algunos de sus libros. Incluso llegamos a hablar por teléfono, una comunicación trasatlántica que recuerdo llena de timidez y vacilaciones por ambas partes. Y puse manos a la obra.

Apenas una semana después me llegó una oferta para trabajar en una revista madrileña. Acepté. Y, como diría Antonio Gamoneda en uno de sus blues, «ya nunca tuve paz». Cayó la vida sobre mí y no sé cuántos proyectos, incluido el de la antología de Circe Maia, quedaron aparcados sine die y metidos en cajones. Estos últimos cuatro o cinco años han supuesto, entre otras cosas, la posibilidad de abrir viejas carpetas y retomar los trabajos de aquel tiempo: trabajos que quedaron interrumpidos o que ni siquiera tuve la oportunidad de empezar. Mal que bien, los hilos que entonces se rompieron vuelven a tensarse, borrando aquel breve paréntesis de nervio y desánimo.

La buena fortuna ha querido que Circe Maia me haya vuelto a recibir, casi diez años después, sin quejas ni reproches. La indulgencia paciente que transpira su escritura es también un rasgo central de la persona. Desde luego, ha sido una buena década para ella: en 2007 publicó su Obra reunida, libro que volvió a reeditarse en 2010 y con el que obtuvo el Premio Nacional de Poesía de Uruguay. Mantiene en la red una cuidada página personal. Y tanto en Inglaterra como en Estados Unidos se han publicado traducciones de su obra. Tiene lógica, porque su poesía, con esa atención que muestra hacia el mundo físico (plantas, animales, los accidentes naturales), su énfasis en la percepción sensorial y su curiosidad por los objetos cotidianos, guarda cierto parentesco con la tradición anglosajona; yo la veo como una prima lejana de Charles Tomlinson, más suelta y espontánea, menos cerebral quizá, pero igualmente fascinada por las incesantes idas y venidas del mundo, sus diligentes metamorfosis. Lúcidos y atentos, ambos han comprendido que, en todos los órdenes (la poesía, el amor o la naturaleza), lo superficial es muchas veces lo más profundo.



Aún así, Circe Maia sigue siendo, a mi juicio, una autora infravalorada y escasamente conocida en el ámbito hispanohablante. Fuera de Uruguay y de Argentina, no se le ha dado el trato que merece, quizá por la aparente modestia de su dicción, su falta de solemnidad, su rechazo de la pompa retórica y el exhibicionismo técnico. También porque la modernidad de su propuesta es tan sutil como discreta, capaz de pasar desapercibida en un primer momento.

Copio seguidamente, a modo de adelanto, uno de los poemas suyos que más prefiero, «El medio transparente». Y cuelgo en Las razones del aviador, con permiso de mi buen amigo y compañero José María Castrillón, una breve
secuencia, «Poemas de Caraguatá», que es un poco un compendio de las potencias y virtudes de su escritura. Por algún sitio hay que empezar. Y lo importante es que esta obra, hecha con laboriosa reserva durante años, vaya encontrando nuevos lectores, nuevas rutas de difusión.


Circe Maia

EL MEDIO TRANSPARENTE

Lo mejor sería no pensar demasiado
en ellas, las palabras. Ellas vienen
así o de otro modo y no es tan importante.

Vidrios, ventanas son y habría que limpiarlas
con cuidado, por eso. No pintarlas
–¿qué verías detrás?– y no adornarlas.

Por mirar el adorno en la ventana
no miraste hacia fuera.
El más breve vistazo
hubiera sido al menos suficiente
para mirar la luz del otro lado.

Sí, esa luz de afuera
sobre un rostro que pasa.

miércoles, febrero 23, 2011

cees nooteboom / entrevista

.

Hace poco menos de un año, como a mediados de mayo del 2010, la poeta Esther Ramón y un servidor tuvimos el privilegio de entrevistar al escritor holandés Cees Nooteboom (La Haya, 1933). Pasamos casi media mañana en uno de los salones del Hotel Wellington de Madrid charlando a medias en español y en inglés, un pidgin improvisado en el que también se colaban, casi imperceptibles en su caso, palabras en francés y alemán. Hablamos de su poesía, de sus libros de viaje, también de su última novela publicada hasta entonces en España, Una canción del ser y la apariencia.

El encuentro fue tan grato que se prolongó off the record hasta casi la hora del almuerzo. Gran conocedor de España, donde reside parte del año, Nooteboom se dedicó entonces a preguntarnos con ceño de antropólogo por la situación política de nuestro país y también sobre ciertas peculiaridades, por llamarlas de manera piadosa, de una sección muy visible o ruidosa de nuestra derecha. Pero eso fue después y no entró, creo que para bien, en la entrevista, estrictamente literaria y ceñida a su propia obra.

Dicho esto, el resultado acaba de ver la luz en el último número (el 16 ya) de Minerva, la revista del Círculo de Bellas Artes, y puede leerse aquí. Espero que os guste.


.

lunes, febrero 21, 2011

collage

.


Sí, podría perderse en esta honestidad. Alzar en el cuaderno la gráfica de una convalecencia, el otoño invertido, la granja donde sanan los caballos lisiados. Trata de capturar lo que le elude. A duras penas, lentamente, como quien disimula su borrachera en público. El avión ha caído detrás de las líneas enemigas y no entiende el idioma. Camina por el bosque durante horas y todo el tiempo piensa: Esa suerte de paz que da el valor en la ausencia de paz. Dos semanas de tregua, y la vida no ha comenzado aún. La sombra fiel, que guarda las distancias. El temor a creerse sus propias invenciones. ¿Desde cuándo fue un hombre este simple latido, esta ocurrencia? Conócete a ti mismo, le decían. Pero ningún consejo podrá nunca con lo real. Son las secuelas de la fiebre. La inercia de las venas. Hunde el rostro en el frío de una verja imaginaria y mira más allá, donde la escoba huraña de los árboles se confunde con la neblina. Oye gritos de niños en la cancha de baloncesto, detrás de los laureles y las zanjas infestadas de ortigas. El murmullo del tráfico a lo lejos, junto al puente de hierro. Claridad y ceguera. Y todo a su debido tiempo, cuando no importe. Como leyó una vez: Esperamos la caída final; pero, durante la caída, dos opciones: cerrar los ojos o admirar el paisaje.
.

miércoles, febrero 16, 2011

w. h. auden / la divisoria

.

Ese que asciende hasta la encrucijada,
A mano izquierda de la divisoria,
Por la senda mojada entre los herbazales,
Ve a sus pies lavaderos desmantelados, restos
De raíles antiguos que conducen al bosque,
Una industria ya en coma pero que alienta aún
Penosamente; en Cashwell, una bomba achacosa
Sigue extrayendo agua; permaneció diez años
En minas inundadas hasta cumplir con éste,
Su cometido último, de mala gana.
Y luego, aquí y allá, si bien son muchos los que yacen
Bajo la magra tierra, ciertos actos, tomados
De recientes inviernos, son reseñables; hubo dos, por ejemplo,
Que limpiaron a mano un conducto dañado, aferrándose
Contra viento y marea al montacargas; uno murió
Durante una tormenta, los páramos intransitables,
No en su pueblo, aunque luego, cubierto de madera,
Fue abriéndose camino por galerías olvidadas
Hasta unirse a la tierra en su valle postrero.

Regresa a casa, forastero, ufano de tu joven descendencia,
Vuelve sobre tus pasos, perplejo y fracasado:
Esta región exenta no comulga con nada,
No será el contenido accesorio de nadie
Perdido sin objeto entre rostros distantes.
Los faros de tu coche sorprenderán acaso las paredes de un cuarto
Pero no el sueño del durmiente; oirás tal vez al viento
Exiliado arreciar desde el mar ignorante
Y lastimarse en las ventanas o la corteza de los olmos
Donde la savia fluye sin asombro, pues ya es primavera;
Pero no es este el caso. Cerca de ti, más altas que la hierba,
Unas orejas se enderezan antes de decidirse, husmeando el peligro.

Agosto 1927


No suelo colgar traducciones o trabajos ya publicados en libro, pero hago una excepción en este caso. Por dos razones: porque he devuelto al poema, uno de los primeros y más memorables de Auden, el título («La divisoria») que habría debido tener originalmente, y de paso he retraducido tres versos; y porque, un poco por azar, encontré hace unos días la imagen ideal para ilustrarlo. El diablo está en los detalles, dicen los ingleses, y creo que ahora, con estas mínimas correcciones, el poema adquiere más nitidez, más precisión. Podéis leer el original inglés aquí.

Por cierto, que si uno quiere comparar el modo en que dos poetas amigos, Auden y Spender, tratan un mismo paisaje, una misma atmósfera, sólo tiene que leer «Torres de alta tensión» –uno de los mejores y más emblemáticos del primer Spender–, del que colgué una versión hace poco más de año y medio. Creo que las semejanzas son tantas como las diferencias, y que se percibe hasta qué punto el temperamento de Spender era más lírico y menos discursivo que el de Auden. A ochenta y tantos años de distancia, los rasgos epocales pasan a un segundo plano y se percibe, más rotunda que nunca, la personalidad de cada cual.
.

sábado, febrero 12, 2011

vuelta a empezar

.

Es curiosa esta melancolía que sucede a la terminación de un libro, en especial cuando ese libro ha sido el lugar de las confesiones oblicuas, el marco del retrato intermitente y sucesivo de uno mismo. Uno ha hecho su casa ahí, se ha guarecido con palabras que han ido apilándose y entrelazándose con el tiempo, y vive –y escribe– como aquel explorador ártico que veía cómo las paredes de hielo de su iglú se espesaban con su aliento hasta cerrarse sobre él. La casa de palabras, el libro escrito y rescrito hasta la extenuación, tiene algo de útero que termina echándonos de nuevo al mundo. Pero quien sale expulsado no es, claro está, el mismo que empezó la casa. Esta expulsión es un nuevo nacimiento, un recomenzar dentro de un proceso de aprendizaje que, en sentido estricto, es interminable y aboca al escritor a ser el hijo, una y otra vez, de los libros que termina.

Es una empresa paradójica. El libro se sirve de nosotros para existir, y una vez finalizado nos echa de su lado como el animal que aparta a su cría tras alumbrarla. Somos padres e hijos a la vez de nuestra escritura. De ahí esa sensación de orfandad, de un tiempo más o menos prolongado en la intemperie del mundo, que sobreviene cada vez que cerramos un libro. Un desamparo hecho de soledad, incertidumbre y no poca violencia interna. Hay que empezar de nuevo, cambiar de costumbres y hasta de horizonte, plantarse sobre la tierra y olfatear el aire en busca de nuevos pastos. Y en eso estamos.

domingo, febrero 06, 2011

5

.

Lo que mejor recuerda es lo que despreció de sus antagonistas.


Camina sobre la alfombra roja de su lengua.


Se toma tan en serio que discute hasta en sueños.


Un mundo en el que escribir sobre algo previene su aparición. A ver quién se atreve a seguir.


Libros como cuarteles de invierno.