miércoles, marzo 30, 2011

perros en la playa / el libro

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Bueno, después de algunas semanas de trabajo intenso ordenando, corrigiendo, maquetando, corrigiendo una vez más, compaginando los textos con los espléndidos dibujos de Javier Pagola, revisando con celo maniático portada, contraportada y página de créditos (de ahí mis ocasionales ausencias de esta página), Perros en la playa está finalmente impreso y publicado. Colgué la portada en la columna de novedades hace unas semanas pero es ahora cuando puedo anunciar cabalmente su aparición. Un libro que reúne toda mi escritura fragmentaria desde 2004, en parte adelantada en esta bitácora, y que ahora se me aparece como una especie de diario de convalecencia, el relato elíptico de unos años difíciles que parecen estar teniendo un final feliz o algo que se le parece bastante.

Lo cierto es que no puedo estar más satisfecho con el resultado: Joaquín Gallego, maestro del diseño gráfico, ha hecho un trabajo impecable, un prodigio de elegancia y buen gusto; la editora Carmen Pérez ha leído el manuscrito original y lo ha maquetado con buen ojo y mejor criterio; y el pintor Javier Pagola ha aceptado acompañarme en esta singladura con un puñado de dibujos en los que alienta su ironía, su ferocidad, su gusto innegable por la vida (así el dibujo de portada, que parte de una mancha de tinta para sugerir el vago retrato de un derviche o un mago oriental). El fruto de todo este trabajo colectivo es un libro de más de 200 páginas que tiene un poco de todo: poemas, aforismos, reflexiones y apuntes ensayísticos, estampas costumbristas y hasta algún relato incipiente (soy tan poco narrativo que mis ocasionales excursiones al género las disfruto como unas auténticas vacaciones). He dejado fuera las traducciones de poetas de habla inglesa; si los dioses –es decir, los editores– quieren, saldrán aparte.

El libro lo publica La Oficina de Arte y Ediciones, lo distribuye Antonio Machado Libros y estará en librerías –espero– dentro de diez o doce días. Copio seguidamente la ficha técnica por si queréis buscarlo o pedirlo a vuestro librero de confianza. Pero no quiero cerrar esta entrada inequívocamente publicitaria sin antes expresaros mi más sincero agradecimiento por vuestra lectura y los comentarios que habéis dejado en la página a lo largo de estos cuatro años y medio; sin vosotros este viaje habría sido muy distinto, y desde luego menos soportable.


Jordi Doce, Perros en la playa
(Notas, poemas y aforismos 2004-2010
con 22 dibujos de Javier Pagola)
La Oficina, Madrid, 2011
224 págs.
ISBN: 978-84-937948-8-0
PVP 14 €

domingo, marzo 27, 2011

rey de mínimos

Hay libros que parecen haber sido escritos expresamente para nosotros. Libros que nos hablan con una voz familiar, como si siempre hubieran estado ahí o hubiéramos crecido a su amparo. Les rencontres des jours (Gallimard, París, 1995), del escritor francés Claude Roy (1915-1997), fue para mí uno de esos libros: un diario que mezclaba poemas, aforismos y apuntes o reflexiones más o menos extensos. La gracia y la falta de énfasis con que lo hacía me parecieron admirables en su día; también la inteligencia de sus reflexiones, su mezcla de humor y suave melancolía y sentido común. Sólo ahora, al releerlo después de diez u once años, me doy cuenta del peso que tuvo su lectura en la confección de Hormigas blancas, que es como decir –por inferencia– de esta bitácora. Obviamente, no pretendo insinuar ninguna comparación, sólo apuntar que estos «encuentros de los días» me han importado bastante más de lo que yo mismo pensaba.

Como pequeño homenaje a Claude Roy, hoy un tanto olvidado incluso en Francia, he traducido algunos de sus aforismos (que él llamaba «mínimas») para la revista virtual Las razones del aviador. Creo que no hay mejor definición de su escritura, o al menos del horizonte que la enmarca, que el aforismo con que se cierra mi pequeña muestra: «Escribir para demostrar es aburrido, escribir para mostrar es irrisorio: no habría que escribir sino para decir». Pero para llegar hasta esas líneas hay otras muchas que muestran (y demuestran) que Roy era un maestro en decir lo importante, lo fundamental, y en hacerlo con una sonrisa, sin pedantería ni engolamiento.

Copio las tres primeras «mínimas» de la entrada. Si queréis seguir leyendo, podéis pinchar aquí:


Esa manera que tiene la vida de no terminar sus frases.


El pensamiento gira en torno a la muerte, pero no entra en ella.


Que no haya respuesta no excusa la ausencia de preguntas.
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jueves, marzo 24, 2011

capoteando

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Con su proverbial generosidad, el escritor
Toni Montesinos me ha echado un capote que es también un juego y un pequeño reto: responder al mismo cuestionario que el autor de A sangre fría se planteó a sí mismo en 1972. El resultado aparece en su bitácora y es este. Gracias, Toni.
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miércoles, marzo 23, 2011

pentagrama

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Ve con calma. A la verdad no le conviene tanto entusiasmo…


Bebo sin vivir en mí.


Las palabras eran sus mascotas. Les restregaba el lomo y respiraban satisfechas a su lado, semidormidas. Cada mañana y cada noche debía recoger sus excrementos.


No hay mesa donde se apoyara para escribir que no acabara coja.


Sólo aceptaba besos si venían seguidos de una traición.

viernes, marzo 18, 2011

2

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Les da lo que ya tienen, y le adoran por ello.


Un reguero de sangre se estanca, y nace un hombre.

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miércoles, marzo 16, 2011

mártires / caníbales

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Escritores que fundan gran parte de su legitimidad en haber muerto jóvenes: queda su obra, escueta y anómala, resistente a toda categorización, pira sacrificial en la que ardió finalmente su vida. Son mártires y así se les recuerda. Rimbaud, Kafka, Kerouac… Hay altares dedicados a ellos en los lugares más imprevistos, toda una tradición panegirista que es, en última instancia, el modo en que sus practicantes celebran su propia juventud, su propio exceso de fe en el arte… o de odio hacia todo lo demás.

Otros, sin embargo, nos reclaman por su capacidad para llegar a viejos y completar un recorrido de coherencia feroz, casi magnética, que invita al examen reiterado de placas y estratos y sedimentos, el rastreo de las obsesiones o compulsiones que vertebran su escritura y la convierten en una espiral que sólo se completa con su muerte. Todos juntos conforman esa asamblea de ancianos que preside la tribu literaria a lo largo del tiempo. Conviven con los mártires y hasta les rinden tributo de vez en cuando, pero siempre a distancia, con buscado formalismo, conscientes de que el mero hecho de haber sobrevivido les resta credibilidad a ciertos ojos. Conscientes, también, de que los mismos jóvenes que les adoran están esperando, quizá sin saberlo, ese punto de inflexión que anuncia su declive, el comienzo del fin, antes de dar rienda suelta a un instinto que adopta la coartada de la iconoclastia pero es, en el fondo, puro canibalismo.
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lunes, marzo 14, 2011

tom waits / la 9 con hennepin

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Bueno, es el cruce de la 9 con Hennepin
Todos los donuts tienen nombres de prostitutas
Y el cielo lleva la marca de los dientes de la luna
Como una carpa extendida a lo largo
Y los paraguas rotos como pájaros muertos
Y el vapor escapa de la parrilla
Como si toda la jodida ciudad fuera a saltar por los aires…
Y los ladrillos están surcados por tatuajes de convictos
Y todos se comportan como perros
Y los caballos bajan por la Calle del Violín
Y Dutch está muerto de cansancio
Y todas las habitaciones huelen a gasoil
Y uno recoge los sueños de los que han dormido aquí
Y estoy perdido en la ventana, y me escondo en el descansillo
Y cuelgo de la cortina, y duermo en tu sombrero…
Y nadie trae nada pequeño a un bar por aquí
Todos empezaron con malas instrucciones
Y la chica de la caja tiene una lágrima tatuada
Uno por cada año que él lleva fuera, dijo
Tan guapa y ya echada a perder, ah
No le pasa nada que no arreglen cien dólares
Tiene esa tristeza cortante que sólo empeora
Con el estruendo metálico del Southern Pacific
Y el reloj suena como un grifo mal cerrado
Hasta que estás lleno de ginebra y quinina y ruina azul
Y te confiesas de soslayo al primero que escucha…
Y lo he visto todo, lo he visto todo
Por las ventanas amarillas del tren nocturno…
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¿Cómo olvidar la primera vez que escuché a Tom Waits? Lo descubrí ya tarde, con el disco Rain Dogs (1985), que sigue siendo uno de mis favoritos. De hecho, hace poco, revisando Mule Variations (2004), me pareció como si Waits hubiera querido corregir o emular desde otro ángulo las mejores canciones de Rain Dogs: una sensación curiosa, la de estar escuchando el mismo disco con distintas canciones.


De Rain Dogs me gusta todo, hasta la memorable foto de Anders Petersen que ilustra la portada (tomada en un café de Hamburgo a finales de los años sesenta). Pero hay un corte del disco, en concreto, «9th & Hennepin», que no ha perdido una migaja de su poder hipnótico: un poema que Waits desgrana sobre un fondo de música misteriosa, repetitiva, como de película de miedo, tocada por un pequeño grupo de contrabajo, piano, marimba, sierra musical y clarinete. Una película en miniatura, una fotografía que va mostrando a cámara lenta cada uno de sus fascinantes y sórdidos detalles. Un poema perdido de Bukowski y una estampa digna de Kerouac. «9th & Hennepin» es todo eso y mucho más. Emoción en estado puro. Y una de esas razones que, a los diecisiete años, nos hacen pensar que la poesía puede ser otra cosa, más cercana y también más insólita.

El original, aquí.


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viernes, marzo 04, 2011

penelope shuttle / 2 poemas

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tan temprano


Me levanto tan temprano
que parezco una especie de árbol
con hojas oscuras que no caen nunca,

o quizá, después de todo, trabajo por turnos

soldando las alas de las mariposas,

justo igual que tú… quienquiera que seas.

Hay personas tan altas y hermosas
–no sé qué edad tienen–
que me ayudan a entender la respiración
y su porqué. Quienquiera que seas, tú eres una de ellas.


Me comentas (esto es como una entrevista)
que la gente feliz te molesta.

Me comentas que has memorizado
las fuentes de todos los ríos del mundo. Sólo por si acaso.
No te creo, quienquiera que seas.

Un dolor pequeño y luminoso brilla en mi interior
igual que una lámpara cortante.
¿Me puedes decir, quienquiera que seas, de qué sirve este dolor?


Ya he hablado en otras ocasiones de Peter Redgrove (1932-2003), sobre quien escribí hace quince o dieciséis años mi tesina y de quien he traducido algunos poemas, menos de los que él se merece. Pero no he mencionado apenas a la también poeta Penelope Shuttle (1947), que fue su mujer y con la que escribió al menos dos libros de hermosa factura: The Hermaphrodite Album (El álbum hermafrodita, 1973), testimonio de los inicios de su relación, y The Wise Wound (La herida sabia), estudio pionero sobre la menstruación que combina enfoques de la antropología, la psicología, el estudio de los sueños y la crítica poética y que ha sido reeditado numerosas veces desde su primera y sorprendente aparición en 1978. Un libro que surgió de la propia experiencia personal de Shuttle, cuyos periodos comenzaron a hacerse cada vez más dolorosos hacia mediados de los años setenta, y de los remedios que ella y su marido pusieron en práctica tomando como arranque las enseñanzas del analista jungiano John Layard (el mismo Layard, por cierto, que había sido amigo de Auden en el Berlín de los años treinta). De La herida sabia hay una secuela o continuación, Alchemy for Women: Personal Transformation Through Dreams and the Female Cycle (1995), más dogmática y catequizadora y quizá por ello (sólo quizá) menos interesante.
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Desde la muerte de Redgrove en 2003, Penelope Shuttle ha publicado dos libros de poemas que le recuerdan casi en cada página: Redgrove’s Wife (2006) y Sandgrain and Hourglass (Grano de arena y clepsidra, 2010), los dos en la legendaria editorial Bloodaxe. Son libros elegíacos, en parte, pero también celebratorios, empeñados en mirar atrás con voluntad y espíritu de agradecimiento por los buenos tiempos compartidos. Pero el poema que he traducido, «Tan temprano», pertenece a un libro muy anterior, de mediados de los años noventa (la época en que los conocí personalmente), Building a City for Jamie (Construyendo una ciudad para Jamie, Oxford University Press, 1996). Un poema típico del mejor tono de Shuttle: imaginativo y lúdico, turbado por cadencias surrealistas, en diálogo con un «tú» elusivo que sin embargo ayuda al hablante a conocerse y definirse.


Shuttle ha recordado a menudo el impacto que le produjo ver y escuchar a Neruda recitando su poesía en el Festival de Londres de 1970 (organizado entre otros por Ted Hughes). Uno de los poemas que leyó Neruda entonces, el inmenso «Vi desde la ventana los caballos», de Extravagario, se quedó grabado en su memoria y ha tenido una larga descendencia en su obra: esa capacidad excepcional para captar la belleza del mundo natural y transfigurarla con la imaginación. Pero en Shuttle palpita, además, una mirada ligeramente estrábica, humorística, con un toque naif y otra parte de sano escepticismo, de duda cordial. Así en este otro poema del mismo libro, «Cama rota», que me recuerda el tono algo gamberro de ciertos poemas de Redgrove, esa capacidad suya (tan poco británica) para mirar el sexo con humor, lejos del turbio feudo de la culpa.


cama rota

¿Quién destrozó la cama? ¿Algún monstruo de pesadilla?
¿Alguna gran langosta patizamba?

Ninguno lo sabía. Ninguno confesó.
Vivíamos felices en nuestra cama rota.
Cómo gemía cuando nos concentrábamos en nuestras devociones.

Reinaba un clima de mala suerte cuando llegó la nueva cama.
Un cielo gris, enfurruñado, y el resuello del trueno envolviendo las nubes.

Ahora me acuesto muy tarde, a solas,
incapaz de dormir bajo la marquesina roja de mi edredón,

deseando haber tenido cien hermanas, todas nosotras concebidas
en una sola noche, y un padre con sombrero
planeando de cama en cama rota, afrontando su gran tarea…

Pero así son las cosas.
Rompo un huevo tras otro con impaciencia, viendo
cómo las yemas caen a paso lento hacia el desagüe.

Pronto nos harán falta todas las vendas de Europa, ¿no crees?

martes, marzo 01, 2011

palabra de jeremías

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Lo primero que condena el satírico es su propia debilidad. El impulso denigratorio siempre comienza por uno mismo, debe hacerlo, si es que queremos que la escritura fluya sin trabas. Todo lo que el satírico denuncia en el mundo lo encuentra, cercano y redoblado, en su mismo interior, como un tumor que le define parcialmente y que no termina nunca de purgar: de ahí la violencia de sus ataques, su carácter obsesivo y amargo, y –por último– la legitimidad que obtiene así –o cree haber obtenido– para lanzar sus condenas a los cuatro vientos.

Pienso, no por azar, en el José Ángel Valente de
Siete representaciones o El inocente. Toda su denuncia del literato burgués y ambicioso, su desprecio por una concepción decorativa o sentimental de la escritura, nace precisamente de la sospecha –incluso la certeza– de que él ha cometido tales pecados y podría seguir incurriendo en ellos si no se mantiene alerta. Él es sensible a la tentación del reconocimiento mediático, sabe lo que implica, reconoce en sí la capacidad o el talento para moverse por el plano social o mundano de la literatura, de ahí que destine gran parte de sus fuerzas a vigilarse, controlar o reprimir sus peores impulsos… Y una manera fecunda de controlarlos es situarlos frente a sí como diana de sus invectivas, convertirlos en motor mismo, por reacción, de una escritura feroz y batalladora. Lo que denuncia en tercera persona es algo que él mismo encontró en su seno y que le fascina y le repugna al mismo tiempo. Hay ahí un ejercicio de desdoblamiento que está en la raíz de cualquier sueño o voluntad de perfección, pero que de momento sirve para cumplir una primera etapa purgativa, de limpieza. Incompleta, por supuesto, porque el tumor malévolo no desaparece a corto ni a largo plazo, sino que simplemente es identificado como enemigo y puesto en cuarentena.



Es este carácter parcial o inconcluso del examen de conciencia, así como el desdoblamiento anterior del yo, lo que puede confundir a algunos lectores y suscitar una posible acusación de hipocresía. ¿Con qué derecho denuncia el poeta, qué legitimidad le asiste, si aquello que condena está en él, no se ha disipado, sigue latente en algunos de sus actos y reacciones? Él sabe que no es ningún santo, pero tampoco es el demonio hipócrita en que algunos, por despecho, pretenden convertirle. Es el castigo por sus jeremiadas, su tronar a diestro y siniestro con acusaciones generales en las que no parecía incluirse. Quien rompe los consensos tácitos y no escasamente corruptos de la convivencia social, y además da la impresión –errónea– de no contarse entre los acusados, no puede esperar que lo traten con equidad. Hasta los lectores más fieles o acérrimos tienden, en ocasiones, a apartar los ojos de ciertas páginas con impaciencia o irritación mal disimuladas: ¿Por qué insiste una y otra vez en
reprendernos? Hasta que recordamos que la bilis afecta primera y fundamentalmente a su dueño, que toda su rabia proviene de una úlcera testaruda que lo hace retorcerse en su butaca y le obliga por fuerza a la acción (y es una acción, sin duda, aunque se exprese sólo en palabras).

El satírico es reo de sus propias debilidades. No sabe dominarse, de modo que se desdobla para combatirse mejor y realizar, siquiera en parte, su fantasía de perfección. Hay, obviamente, una dimensión narcisista en su exigencia: él odia lo que hay en sí de los otros, o aquello en su interior que juzga contaminado por el trato con los otros. Aunque en sus momentos más lúcidos se da cuenta de que él también es y debe ser
los otros. Que el yo «es otro», en suma, y que todas sus palabras violentas, todas sus censuras higiénicas, no son sino la expresión individual de una aspiración universal; la necesidad que tienen los hombres de creer que pueden ser mejores.

Quizá valga la pena recordar, en este punto, que las confesiones más detalladas y exigentes han salido por lo común de boca de los santos. Santos que no querían serlo, como San Agustín, porque sabían que estaban muy lejos de serlo y que además no había cura a su aflicción. Que cualquier pretensión de santidad es por fuerza un acto de hipocresía. También por ahí las constricciones y limitaciones de la existencia conspiran para acrecentar la rabia, hacerla más viva y más intensa. Esperanzas truncadas, sueños que no se cumplirán. No es de extrañar, por tanto, que en 1974, apenas cuatro años después de la publicación de
El inocente, su autor diera a las prensas su ensayo sobre Miguel de Molinos: a la purga sucede un acto de humildad, de recogimiento y contemplación íntima. Hay que modificar el volumen y la altura de los sueños, reducirlos al tamaño de la palma de una mano o la punta de la lengua. Y así humillado, reducido a una escala inferior, confiado a las potencias comunales y salvíficas del lenguaje, empezar a escapar de uno mismo.


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