viernes, enero 28, 2011

george johnston / octubre

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La jornada flaquea y los campos

yacen reconciliados. Octubre.
El viejo sale y se sienta

al sol
al pie de su arce
y siente el esplendor sobre sí.

Su camino hacia la oscuridad
de gleba y de piedra:
por la estación llameante.

Confía en ella
como sus bestias confían
o esta lámpara encendida su árbol
castigado por la escarcha.


Trad. J. D.


Descubrí este breve poema del canadiense George Johnston (1913-2004) gracias a la bitácora de Reginald Gibbons, quien hace cosa de un mes le dedicó una entrada entusiasta. Una estampa sugestiva y condensada de una estación que es también una estación vital, el otoño de un hombre que espera sin impaciencia –y acaso sin demasiada inquietud– su propio término. El penúltimo verso puede inducir a confusión hasta que comprendemos que el arce es justamente esa lámpara que ilumina al viejo y lo envuelve en su esplendor.

Gibbons subraya en su nota la calidad casi doméstica y algo arcaica de las palabras que emplea Johnston:
palabras de familia, gastadas tibiamente, que diría Gil de Biedma, y he intentado, sobre todo en los primeros versos, que el español tuviera esa sencillez, esa flexibilidad. Esta es la razón, también, de que haya no pocos versos de seis, ocho y diez sílabas, tan habituales en nuestra poesía popular. Porque «Octubre» es uno de esos raros híbridos: un poema de acento y sensibilidad tradicionales que no habría podido escribirse sin el ejemplo del imagism o la reticencia luminosa de un William Carlos Williams.
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jueves, enero 20, 2011

matemática tiniebla

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¡Montad, pues, montad todos, valientes caballeros!
y los yelmos ceñid sin más demora:
Fama y honor, correos de la Muerte,
nos llaman otra vez al campo de batalla.
Ningún llanto de arpía bañará nuestros ojos
cuando empuñemos las espadas;
de corazón partimos, sin verter un suspiro
por las más bellas del lugar;
que músicos pastores y aldeanos cobardes
se lamenten y lloren y den voces;
somos hombres: luchar es lo que hacemos,
¡y caer como héroes!



Está a punto de ver la luz en Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg Matemática tiniebla, libro en el que se reúnen ensayos de Poe, Baudelaire, Mallarmé, Valéry y Eliot relativos al simbolismo y el nacimiento de lo que solemos entender por poesía moderna. La idea y la selección corren a cargo del poeta y crítico Antoni Marí. Miguel Casado ha traducido los ensayos de los poetas franceses, y yo he hecho lo propio con los escritos de Poe y de Eliot. Ambos, además, hemos hecho alguna sugerencia sobre la selección. En concreto, se incluye en el volumen final «Escila y Caribdis», un ensayo hasta ahora inédito en libro de Eliot que traduje hace muchos años para la revista Cuadernos Hispanoamericanos. El título, por cierto, es una cita del Canto General de Pablo Neruda, en concreto del canto IX («Que despierte el leñador»), dedicado a los Estados Unidos, y en el que sus escritores tienen un papel protagónico: Melville, que es «un abeto marino», Whitman, «innumerable / como los cereales», y finalmente Poe, «en su matemática / tiniebla».



Estoy muy a gusto con el resultado, en el que ha tenido mucho peso el buen hacer y la experiencia del editor Nicanor Vélez. Creo que es una guía excelente, muy fiable y compacta, del movimiento simbolista a través de las palabras de sus practicantes, que además tiene la virtud de incluir textos que dialogan y se corrigen mutuamente. Una guía que acotan dos poetas norteamericanos –bien que muy influidos y hasta fascinados por la cultura europea–, pero que protagonizan los tres grandes pilares (a falta de Rimbaud) de la poesía francesa moderna. Vale la pena recordarlo cuando advierto a nuestro alrededor un cierto desdén hacia el presente, el aquí y el ahora, de la poesía de nuestros vecinos.

Para celebrar la edición de este libro he querido arrancar con mi traducción de la segunda (y última) estrofa de «La canción del caballero» [The Song of the Cavalier], poema del anticuario escocés William Motherwell (1797-1835) con el que Poe cierra su ensayo «El principio poético». Unos versos que hacen pensar en aquellas relecturas o incluso pastiches de la poesía medieval que tanto le gustaban a Pound. Bien es verdad que, como él mismo se encargó de subrayar, «estas cosas solían resultar más sugestivas antes de 1914 que ahora, en 1920». No sé si hay que esperar a la Primera Guerra Mundial para cobrar conciencia de ciertos horrores, pero, sea como fuere, Poe vio estos versos como un ideal o el preludio de la clase de escritura que él mismo quería practicar; la escritura, mal que bien, de la que venimos. Para compensar tanto ardor guerrero, aquí va mi versión de otro poema admirado por Poe, esta vez del irlandés Thomas Moore (1779-1852), el mismo cuyo libro Alcifrón le sirvió al autor de «El cuervo» para discurrir por escrito (y por extenso) sobre las diferencias entre «imaginación» y «fantasía».


Ven, descansa en mi pecho, mi cierva malherida;
si te huyó la manada, aquí tienes tu casa;
aquí está la sonrisa que las nubes no esconden,
y mano y corazón que hasta el fin serán tuyos.

¿A qué sirve el amor si se muestra inconstante
en la dicha y la angustia, la gloria y la vergüenza?
No sé, ni lo pregunto, si hay culpa en esa entraña;
sólo sé que te amo, quienquiera que tú seas.

«Mi Ángel» me llamaste en un rapto de júbilo
y tu Ángel seré en mitad del espanto;
impávido entre llamas he de seguir tus pasos,
y ampararte, y salvarte, o allí morir contigo.

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Trad. J. D.

viernes, enero 14, 2011

madrigal

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Anselm Kiefer, Sternenfall [Lluvia de estrellas], 2007


Volver a casa oliendo el aire dulzón, irrespirable, de la tierra empapada, los grumos opulentos de la fermentación. Volver mientras las hojas descosidas liberan sus metales y el agua del estanque es un bozal de plomo que nos sigue con la mirada. Esto es lo que insiste, lo que existe en nosotros. Ácido y frío. El ascua silenciosa del invierno. La hoja que penetra y adormece la piel. La cara y cruz del hielo. Y todo por vivir aún, y la promesa torva de otro día, y un cielo de nevada donde la luz entrechoca sus huesos con un hilo de sangre. Es la noche rapaz, que viene a someternos. Es la noche rapaz, que está en nosotros.
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martes, enero 11, 2011

3 poemas / triquarterly

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Riva Lehrer, Study for Unicorn Skull, 2005


Un viejo conocido de esta página, el poeta y crítico norteamericano Reginald Gibbons, ha tenido la gentileza de traducir tres de mis poemas («Desierto de los Monegros», «Epílogo» y «Suceso») y publicar el resultado en el último número (invierno-primavera 2011) de la revista norteamericana TriQuarterly Online (una revista virtual con sede en la Northwestern University de Chicago). Tantos años traduciendo a poetas de habla inglesa y ahora compruebo, con cierto asombro, que algunos de mis versos han hecho el viaje opuesto. El trabajo de Reg Gibbons es impecable, pero me queda una leve sensación de incomodidad, como si me hubieran examinado con el mismo impudor o alegre desenvoltura que he dedicado antes a otros; algo inevitable, supongo, cuando te traducen a idiomas familiares. En cualquier caso, disfruto con la experiencia. Me gusta este lugar intermedio en el que dos idiomas admirables, jugando con sus virtudes y sus resistencias, me dan y me quitan al mismo tiempo. Casi me parece que podría revisar algún verso del original en respuesta a su traducción inglesa...

sábado, enero 08, 2011

tenue

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Estoy en el salón de mi madre, leyendo. Con su sentido habitual de la economía –o simple aversión al derroche–, se arrimó a la puerta hace unos minutos y apagó la lámpara del techo que yo había prendido al entrar. Todo sin una palabra, como quien realiza un acto reflejo, mecánico. (Y era sin duda una esquirla del instinto que venía de otro tiempo y atravesaba mis veinticinco años de ausencia de la casa familiar.) He seguido leyendo a la poca luz natural que entraba por la ventana, acostumbrando los ojos a ese aire más sutil de un mediodía de invierno en la ciudad, y entonces he sentido el paso de las nubes, la sombra repentina que cruzaba la página y me hacía detenerme sobre mis pasos. Durante un buen rato la lectura ha convivido con este parpadeo, este pasar veloz de la sombra a una sombra mayor; tenía la impresión de estar caminando por un bosque donde los rayos del sol no terminaban de imponerse a las copas de los árboles.

Me ha parecido un buen augurio, una advertencia juiciosa. Mejor así, pensé, sin falsa claridad, sin bombillas ortopédicas, a fin precisamente de sentir hasta el más pequeño cambio en tus alrededores. Habría que vivir, sospecho, sin tantos brillos artificiosos, capaces de mimetizarnos con el entorno, graduando a discreción los visos y matices. Este querer mirar a toda costa subraya un solo camino en detrimento de los demás, como quien conduce de noche y sólo ve el trecho de carretera por el que avanza; o como un caballo al que ponen anteojeras para que no se distraiga. Y todo sumido en la oscuridad, una negrura todavía más intensa en contraste con el camino iluminado. Está bien servirse de lámparas y farolas, sí, a menudo hasta es indispensable, pero sin excesos ni dependencias malsanas. Hay una belleza en la sobriedad, en esta luz natural que ilumina escondiendo, o que oculta a la vez que revela, o que tamiza el conjunto y le infunde una calidez casi corporal, como si el mundo estuviera ahí, sin más, en la punta de los dedos.
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sábado, enero 01, 2011

ichiku / haiku

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Amanecer
de Año Nuevo. ¡Qué lejos,
ya, queda ayer!

Ichiku
Versión de Orlando González Esteva

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Entre los haikus que me envía el poeta Orlando González Esteva para celebrar la llegada del nuevo año, me quedo con éste, admirable, de Ichiku, en el que resuena la conciencia de la pérdida irremediable del ayer, del pasado inmediato. Lo que sucedió ya está sumido en un abismo intocable, oculto por el foso altivo de unos pocos segundos o unas pocas horas, qué más da. Ya no forma parte de nosotros, sólo un esfuerzo supremo de la memoria imaginativa puede reintegrarlo a modo de ficción, y nunca por completo, en nuestras vidas. «Ayer», para el caso, se halla tan lejos de nosotros como «antesdeayer» o «hace diez años».

Los versos de Ichiku son una destilación amable, vagamente elegíaca, de la conciencia de nuestras limitaciones. Lo que está pasando se nos escurre literalmente de las manos como un pez inquieto y apenas si podemos hacernos una idea de lo que es, de lo que fue. Lo que pasó ya está en otro mundo, en otra realidad, intocable y ajena en su nicho. Vivimos, pasamos y dejamos pasar el tiempo, y aturde darse cuenta de ello, como hace Ichiku en su poema.
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