domingo, febrero 28, 2010

escalera de color


No me oyó. Estaba absorto grabando el último mordisco de la termita antes de que todo se viniera abajo.

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Un año en el que nadie muere, en el que nadie desaparece o es echado en falta.
  ¿Qué extraña plaga concebiría el mundo para no hundirse bajo ese exceso de vida?

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Todo breve, sí, tanto como quieras, para que puedas tomarte todo el tiempo.

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Hablaban sólo para mantener la debida distancia entre ellos. Las palabras les servían de verja o de pretil donde acodarse antes de subir el listón con cada nueva frase.

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Todas esas veces en que, por fortuna, no se reconoce en el espejo.

jueves, febrero 25, 2010

historias de niños / 1


Con el tiempo, la niña ha desarrollado una discreta sabiduría en el trato con sus padres. Alterna comportamientos y actitudes según la compañía: más vivaz y sociable, también más nerviosa, con la madre; pensativa y relajada y hasta acomodaticia con el padre. Percibe un cambio en el aire, otra inflexión de voz, otras palabras, y rápidamente se incorpora al carril que tiene previsto y que conoce bien de otras veces. El padre ha creído percibir incluso cierto agrado en su manera de afrontar el cambio, como si esta duplicidad la permitiera vivir con más fluidez, previniera el aburrimiento o la monotonía. La niña descansa de su padre en compañía de su madre, y viceversa. Descansa, se aleja, toma perspectiva y conoce quién es quién. Así también se va conociendo ella, en el trato alternado y sucesivo con unos padres que advierten y disfrutan del cambio, como si en esta capacidad de adaptación de su hija cifraran la intensidad del amor de ella, la naturaleza y alcance de su afecto. (Hay también, desde luego, una dimensión narcisista en este disfrute; lo saben, son incluso tan conscientes de su existencia que pueden desterrarla a un segundo plano.)

Acostumbrado a llevarla desde pequeña al parque, el padre observa con aprensión que la niña ha empezado a ignorar la zona de juegos; incluso los rechaza abiertamente cuando él, temeroso de contagiarle ese virus de la soledad que tanto daño le ha hecho, la anima a subirse al columpio o a trepar con otros niños por una torre hecha de cuerdas y plataformas de plástico y hierro que han dado en llamar «la jaula de los pájaros». Prefiere pasear, dice ella. Acercarse hasta una zona del parque que bautizaron hace meses como «el jardín japonés», un nombre que la niña repite con gusto, como un conjuro o una contraseña: un breve parche de tierra poblado por arces, bambúes y sauces llorones, rodeado por un arroyo que solo puede cruzarse gracias a dos gráciles puentes de madera donde siempre hay gente reclinada, fumando y charlando o simplemente viendo pasar el agua borrosa en silencio. Así que caminan y hablan (las historias de la niña son una infinita concatenación de anécdotas escolares que él oye como de lejos, asintiendo sin comprometerse, preguntando cuando siente que debe hacerlo) y los pasos compartidos son en sí mismos un juego con reglas que no por tácitas son menos inflexibles. Ella sabe que caminar por el parque es uno de los placeres de su padre y se adapta a él, le complace y aprende a encontrar placer en esa complacencia. Él se asusta, avergonzado por esta respuesta sumisa, y finge una jovialidad que al final se vuelve genuina e invade cada nervio, cada poro de su piel. Él mismo se sorprende de la rapidez con que su sangre cobra otro brillo, otra soltura, como si le indicara a su dueño un camino que pocas veces ha emprendido: la disciplina de la alegría, la voluntad de gozo como preludio de una visión más ligera, más luminosa; la felicidad transformada en una meta deportiva.

Pasado el jardín japonés, caminan sin rumbo, cogidos de la mano, alternando el silencio y la charla cómplice sobre lo que van encontrando a su paso: los perros que se husmean mutuamente, el grupo de practicantes de Tai Chi, la familia de gemelos idénticos, el joven que lee el periódico con actitud displicente y al mismo tiempo defensiva, esgrimiendo las páginas abiertas como un escudo. De vez en cuando, él la mira de reojo: el óvalo del rostro, la sombra del bozo en los rasgos suaves y formados, la expresión confiada, la absoluta seguridad en sí misma que fluye de la mano enlazada a su mano. Sus miedos son infundados, se dice, ella no resiente esta soledad de dos que parece una simple prolongación de la suya propia, tan maniática, tan llena de reservas y silencios difíciles. Lo haría, tal vez, si no tuviera con qué compararla, si no pudiera alejarse de su padre y vivir en el aire más ligero, también más frívolo y salubre, de su madre. La separación se le aparece entonces como un estado no del todo indeseable, al menos para la niña. Una forma de ganar elasticidad y también de no ahogarse en las atmósferas de dos seres tan rotundos, tan ellos mismos, como son sus padres. Aprieta ligeramente la mano de la niña y mira a otro lado, para esconder la mueca de su rostro. Le dice: ven, vamos a tomar algo.

(2008)

miércoles, febrero 24, 2010

ruskin / dibujando la hiedra

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John Ruskin, Studio de una hiedra. Acuarela con guache sobre lápiz, 1870
(bosquejo hecho cerca de la casa del artista en Brantwood, Coniston Water,
en el distrito de los Lagos; cortesía del Museo Británico).


Mientras consideraba estos asuntos, un día, en la carretera de Norwood, reparé en un poco de hiedra en torno a un tallo de espino, que se me antojó, incluso a la luz de mi juicio crítico, bastante bien «compuesto»; y procedí a hacer un dibujo a lápiz y carboncillo en las páginas grises de mi cuaderno, con cuidado, como si hubiera sido un trozo de escultura, y a medida que lo dibujaba más me iba gustando. Cuando lo terminé, vi que había perdido virtualmente el tiempo desde mis doce años, porque nadie me había enseñado a dibujar lo que tenía ante los ojos. Quiero decir que se me había ido el tiempo entregado al dibujo como una de las bellas artes; por supuesto, guardaba un registro de lugares concretos, pero jamás había visto la belleza de nada, ni siquiera de una piedra, ¡y qué decir de una hoja!


[A menudo, cuando alguien me pregunta por qué insisto en traducir ciertos poemas, aun a sabiendas de que la traducción nunca estará medianamente a la altura del original, quisiera citarle entero este fragmento de John Ruskin. La correspondencia es obvia. Ese Ruskin que dibuja un poco de hiedra sobre un tallo de espino mientras discurre que «nadie [le] había enseñado a dibujar lo que tenía ante los ojos» es el espejo donde se miran quienes -yo entre ellos- piensan o intuyen que sólo empezaron de verdad a leer poesía cuando arrancaron a traducirla.]
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martes, febrero 23, 2010

2 creyentes


–Me cuesta creerte.
–No esperaba menos.

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No me lo digas con tanta elegancia. Empezaré a no creerte.

lunes, febrero 22, 2010

vaya por dios / 2


Tendemos a maravillarnos del creador pese a que en ocasiones nos horrorice lo creado. Es el poder para crear una ilusión semejante lo que une a Dios y a los déspotas.

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La búsqueda religiosa no difiere, en el fondo, de una vieja novela de detectives. En ambos casos, se trata de descubrir al asesino, rastreando e interpretando cuantas claves nos salen al paso. Aunque ahora con un agravante: buscamos saber quién nos mata después de darnos la vida.

domingo, febrero 21, 2010

círculo vicioso

Escribir es defender la intimidad en que se está, creo haber leído en algún sitio, esto es: defender el espacio de soledad y silencio, la madriguera en la que algunos debemos recalar con más o menos frecuencia para no perder la cabeza o no perdernos a nosotros mismos en el laberinto de las calles y el trato social. Pero el fruto de esa defensa, las páginas que fuimos armando en nuestra defensa, buscan paradójicamente la calle y ese trato que hemos rehuido a conciencia. Necesitan de aquellos mismos que hemos evitado para existir o sentir que existen. Algunas, incluso, no le hacen ascos al elogio, el aplauso, el apretón de manos satisfecho y complaciente. En esa contradicción nos movemos no pocos, al menos los que no somos primordialmente narradores o contadores de historias y tendemos –el instinto manda– a concebir la escritura, al menos en parte, como una indagación más o menos obsesiva (¿ególatra?) de nuestras circunstancias. Esa contradicción es fuente segura de descontento y hasta de disgusto, de repugnancia hacia nosotros mismos. ¿Salir del mundo para volver a él buscando la aprobación ajena? El ascetismo del primer movimiento no se corresponde con la coquetería de starlet del segundo. Y de esa repugnancia, que nos somete por (mal) gusto al escrutinio de aquellos de quienes más recelamos –el mundo en general–, se desprende una mayor necesidad aún de lejanía, de apartamiento. Éste es el círculo vicioso que rige el comercio, por modesto y hasta insignificante que sea, de nuestras palabras. Precisamente porque nadie nos ha obligado jamás a comerciar con ellas.

viernes, febrero 19, 2010

nombrestrella


Dice Eduardo Scala que no existe, pero sus trabajos le desmienten. Hace unos días me llegó a la oficina, impreso en papel de seda, inserto con elegancia entre dos cartulinas blancas, este hermoso regalo: mi nombre convertido en estrella o copo de nieve, con sus letras distribuidas armónicamente sobre el lado superior de la página. Sé que cometo un delito de lesa egolatría, pero no me resisto a compartir este nombrestrella con vosotros. Al fin y al cabo, no todos los días nos dan la posibilidad de convertir nuestra firma en mandala o poema visual. De paso, os invito a leer, aunque sea en el tamaño minúsculo que permite la red, su admirable intervención Llum de Llull, que acaba de publicarse en el último número de la revista Minerva.
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miércoles, febrero 17, 2010

bei dao / la rosa del tiempo

El joven poeta norteamericano Jeffrey Yang (algún día hablaré de él y de su poesía) me envía la última novedad de la legendaria editorial New Directions, para la que trabaja: el nuevo volumen de New and Selected Poems de Bei Dao, titulado The Rose of Time y editado con elegancia y cuidado escrupuloso por Eliot Weinberger. Todo el libro es una pequeña joya. Cerca de trescientas páginas en edición bilingüe que recogen lo mejor, o lo más selecto, de la producción de Bei Dao, figura central de la poesía china contemporánea. Nacido en Pekín en 1949, Zhao Zhenkai (su nombre real; Bei Dao es el pseudónimo que adoptó a finales de los años setenta y significa «Isla del norte») lleva en el exilio desde 1989, año en que tuvo lugar la masacre de la plaza de Tiananmén. En la actualidad vive con su segunda mujer y su hijo en Hong Kong (técnicamente parte del territorio chino, aunque con el estatus especial que le concede el haber sido colonia inglesa), donde da clases de literatura y escritura creativa.

Pocos libros me han impactado últimamente como esta rosa del tiempo. Mi admiración me ha llevado al extremo de ponerme a traducir sobre la marcha algunos poemas a partir de la traducción inglesa. Su valor es, pues, meramente indicativo. Haría falta que un sinólogo experto, como mi buen amigo Gabriel García-Noblejas, tradujera estos poemas del chino para hacerles justicia. Pero estas versiones me sirven para tomar su temperatura emocional y terminar de hacerme con ellos.

El propio Bei Dao abre esta selección con un breve prefacio del que me quedo con esta cita, unos versos de su primera época tan precisos y fulgurantes como un aforismo: «La libertad no es más que la distancia / entre el cazador y la presa». Todo el libro está lleno de imágenes semejantes, balizas que acotan el territorio de una imaginación poderosa, capaz de borrar las fronteras entre vigilia y sueño, percepción y sentimiento.

Estas versiones son simples apuntes, merodeos en torno a una obra de la que lo ignoro casi todo, pero las copio aquí para correr la voz, dar cuenta de mi entusiasmo.



El arte de la poesía

en la gran casa a la que pertenezco
sólo queda una mesa, rodeada
por una vasta ciénaga
la luna me ilumina desde distintos ángulos
el frágil sueño del esqueleto aún se yergue
a lo lejos, como un andamio por desmontar
y hay pisadas de barro en la página en blanco
el zorro al que hemos dado de comer muchos años
con un golpe de su cola feroz me halaga y me hiere

y estás tú, por supuesto, sentada frente a mí
el relámpago de buen tiempo que reluce en tu palma
se convierte en leña se convierte en ceniza


del inglés de Bonnie S. McDougall



Sin título

en la línea de defensa de la lengua materna
una extraña añoranza
una rosa marchita

rosa bebiendo agua por su tallo
o si no es agua
al menos es la luz del alba

revelando al final la medianoche
canción silvestre
cabeza de pelo agitada


del inglés de David Hinton



Mañana

esas entrañas de pescado como si fueran luces
parpadean de nuevo

al despertar, hay sal en mi boca
como el primer sabor de la alegría

salgo a dar una vuelta
casas que aprenden a escuchar

unos pocos árboles se vuelven
y alguien se han convertido en héroe

debes hablar por señas al saludar
a los pájaros y a los cazadores de pájaros


del inglés de David Hinton y Yangbin Chen

Trad. J. D.

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martes, febrero 16, 2010

vicente aleixandre / ámbito

Como no todo en este mundo va a ser poesía anglo, recupero un breve texto sobre Vicente Aleixandre que escribí hace poco menos de un año para un dossier de la revista Letra Internacional dedicado al poeta (creo que aún es posible encontrarlo en los kioscos). El encargo era comentar uno de los libros de su extensa bibliografía y a mí me tocó el primero, Ámbito, que recuerdo haber leído con admiración y asombro hace más de veinte años, en el comienzo mismo de mi aprendizaje literario. Tenía curiosidad por comprobar si aquella primera impresión sobreviviría a la relectura, y así fue: el libro se sostiene como el primer día, a pesar de que muchas de sus estrategias expresivas se mueven muy lejos de mis preferencias o inclinaciones actuales. En general, toda la parte primera de la obra de Aleixandre, hasta Sombra del paraíso, sigue teniendo una fuerza extraña, anómala y fascinante, que no ha tenido continuadores (de altura, al menos) en nuestra poesía. Una excepción, como todo lo que merece la pena.



Ámbito. Cimiento y conflicto

Hay primeros libros que surgen armados de los pies a la cabeza, como Palas Atenea, y marcan de una vez por todas el territorio privativo de una obra, el espacio de lenguaje y obsesiones que le es propio. A esa clase pertenecen Don de la ebriedad, A modo de esperanza, la primera edición de Cántico o incluso Marinero en tierra, por mucho que la obra posterior de Alberti escape en gran medida a sus inicios neopopularistas. Otros, en cambio, como los primeros libros de García Lorca o Juan Ramón Jiménez, apenas si permiten adivinar la potencia y hondura de realizaciones posteriores: son libros de aprendizaje, tanteos y tentativas que el azar o la prisa han hecho públicos. Esto, en realidad, sólo nos sirve para comprender algo mejor la naturaleza del poeta, los resortes y desvelos peculiares de su sensibilidad. A todo creador le corresponde un ritmo de maduración distinto, y son muchos los que han encontrado su mejor voz con el paso de los años, o que necesitan de una buena antología que rescate o redima sus poemas centrales, sumidos en una ganga de aproximaciones y páginas a medio hacer.

Ámbito pertenece a una clase intermedia, la de los primeros libros que, sin expresar plenamente el mundo y el lenguaje de su autor, delimitan con claridad su perímetro. Son libros fundacionales pues ahí, en germen, y a veces con carácter memorable, se plasma una visión concreta que el tiempo irá confirmando, haciendo más perfecta y también más compleja, más llena de matices y desarrollos dialécticos. En realidad, Ámbito debe leerse en diálogo con Pasión de la tierra, que es un poco su respuesta o su reverso, el complementario que pone su peso en el otro plato de la balanza y hace posible, como reacción o salida del impasse, la escritura de Espadas como labios (1932) y La destrucción o el amor (1935). Se trata de un vínculo paradójico, de libros que se oponen y a la vez se suman, de presencias antagónicas que vienen finalmente a completarse. Si Ámbito es un libro de formas cerradas, desde las cuartetas que beben directamente del ejemplo de Guillén a los tersos endecasílabos blancos de «Viaje» o «Alba», Pasión de la tierra es el reino del poema en prosa, la escritura liberada de corsés métricos o estróficos, el avance irrestricto por la página en blanco. Y si Ámbito es el libro del mar y de la noche, de fuerzas primigenias que luchan con perfecta indiferencia hacia el hombre, Pasión de la tierra, como su propio título indica, remite al dominio terrestre de las pasiones humanas, la fuerza del deseo y la imaginación y su reverso de angustia y violencia; un eros sin freno que revela de inmediato el límite opresor de la estructura social y también las costuras, la condición falible, de nuestro ser mortal. Lo paradójico está inscrito, pues, en la naturaleza misma de ambos libros, en el modo en que su propuesta formal parece contradecir su materia semántica o al menos el impulso que los genera. Y en Ámbito, en concreto, este conflicto se hace aparente desde el poema inicial, «Cerrada», cuyo célebre arranque traza sin titubeos la clave del conjunto: «Campo desnudo. Sola / la noche inerme. El viento / insinúa latidos / sordos contra sus lienzos». Ese campo desnudo, ilimitado, se opone así a la opresión de la noche, la materia nocturna que cae y cierra y toma el mundo en su puño imperioso. Es un campo-mar, una tierra que preludia la irrupción violenta y demoníaca del mar, la otra gran presencia de este libro. Y es aquí, en los dos poemas de la sección «Mar», y especialmente en «Mar y noche», donde el libro alcanza su centro expresivo y ensaya, acaso sin saberlo, el decir posterior de su autor. Esa lucha de gigantes entre dos fuerzas que se desean y se destruyen mutuamente establece los términos simbólicos de toda la obra de Aleixandre, al menos en su primera etapa, aunque con una ausencia significativa: el autor de Ámbito apenas hace sitio para el ser humano salvo como yo testigo, contemplador de potencias que le ocupan y le exceden. Es una ausencia que se acentúa en los poemas extensos, como si esa misma extensión fuera privativa de una naturaleza entendida como no-yo, aquello que se opone al ser sin dejar de atravesarlo y darle forma.

No cabe menospreciar la influencia del primer Jorge Guillén en este libro. Una influencia visible no sólo en la elección de metros y estrofas, ese gusto casi artesanal por las formas cerradas que comparte, al menos inicialmente, con muchos de sus contemporáneos, sino también en la estructura interna de los versos, resueltos por aposición o yuxtaposición de periodos sintácticos, en ocasiones simples sintagmas nominales o palabras aisladas que funcionan doblemente como bisagras («pulidos goznes») y altos en el camino. Aquí las frases, como en Cántico, se juntan y fusionan abruptamente, sin solución de continuidad, estableciendo un ritmo de stacatto que se agrava mediante hipérbatos, encabalgamientos y una puntación característica: «Bajo cielos altísimos y negros / muge −clamor− la honda / boca, y pide noche. / Boca −mar− toda ella, pide noche; / noche extensa, bien prieta y grande, / para sus fauces hórridas, y enseña / todos sus blancos dientes de espuma». Sin embargo, todo el libro es una refutación tácita o sobrentendida del universo de Guillén, una versión llena de ruido y furia de aquel mundo bien hecho del primer Cántico. Aquí hasta los poemas de plenitud («Íntegra», «Viaje») son violentos, dinámicos, llenos de un ímpetu que complica la sintaxis y retrasa fatalmente su resolución. Aleixandre no sabe o no puede refrenar su pasión discursiva y el resultado, pese a los rígidos bloques estróficos de tantos poemas, es una escritura en ebullición, tensa de inminencias y amenazas, signada por un anhelo trágico de totalidad que no tarda en dominar su escritura posterior. Así, comienzo paradójico, cimiento y conflicto, se me aparece Ámbito en el conjunto de la obra de Aleixandre. De pocos primeros libros, al menos entre los poetas de nuestra lengua, se puede afirmar tanto.

lunes, febrero 15, 2010

pentagrama

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Hacer de sus restas una suma, por pequeña que sea. La vocación profunda del aforista.

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Extrañas reputaciones literarias que no viajan más allá de una ciudad, de una provincia. Flores locales que un botanista consigna en su cuaderno y que a veces trata infructuosamente de trasplantar. Se alimentan de datos consabidos y de lugares tan comunes como circunstanciales. Sus entornos idóneos son la gacetilla, el periódico local, los salones de casinos y ateneos donde pueden brillar con luz ajena, replicando con menor intensidad las peculiares conflagraciones de su lugar y su tiempo.

Graves malentendidos cuando esa ciudad es una capital europea.

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Le decepciona que los hechos le respalden. Creía tener más imaginación.

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Si una cosa no te lleva a otra, olvídala.

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El que piensa tropezando con todo. El que piensa sorteándolo todo. El que piensa mirándolo todo desde lejos.

Lo que cada cual escribe en su cuaderno.
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domingo, febrero 14, 2010

3 confesiones

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No tener miedo nunca es de necios. Tenerlo siempre es de locos. Así pues, mi relación conmigo mismo oscila fatalmente entre la necedad y la locura.

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Una enseñanza insospechada. Comienzo a saber disfrutar de la satisfacción del deber no cumplido.

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Como el deudo a quien el exceso sentimental de las plañideras le impone serenidad, el estrépito del mundo me petrifica en el silencio.
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sábado, febrero 13, 2010

john ashbery / poema

Ashbery, de nuevo. El poema inicial de su libro Por dónde vagaré [Where Shall I Wander, 2004], aunque The New York Review of Books lo adelantó para sus lectores a finales de marzo de ese mismo año.

Creo que si tuviera que definir a John Ashbery con una sola frase, echaría mano de Wallace Stevens y su famoso poema «The Emperor of Ice-Cream». Ashbery es, en efecto, el emperador de los helados, el que «lía gruesos cigarrillos […] y bate / en tarros de cocina las concupiscentes cuajadas»; el que deja que «ser rime con parecer». Si hay algo que me gusta de sus poemas últimos es su tono otoñal, crepuscular, el modo en que se tiñen de una nostalgia inconcreta que nunca cede a la sensiblería, que nunca depone su fundamental escepticismo. Una melancolía irónica y hasta lúdica, por decirlo en pocas palabras. La tercera estrofa de este poema es explícita a ese respecto, con su lamento por «esa meritocracia que […] / había puesto comida en la mesa y leche en el vaso». Y su capacidad para celebrar la poesía de las afueras, de los barrios residenciales, un paisaje urbano tanto visual como mental que es también, para qué negarlo, un homenaje perverso a los Estados Unidos de su juventud. Y una imagen que no deja de ser un sueño, como dejan entrever los últimos versos («la sombra que llega cuando esperas que amanezca»). Un sueño transmutado en poema, registrado en el poema. De ahí la vaguedad, la fluidez de las transiciones, esa forma que tiene Ashbery de mover la tierra bajo nuestros pies y marear nuestras expectativas. Aunque quizá el error, leyendo su poesía, sea esperar fundamentos estables o conclusiones de ningún tipo.




Desconocer la ley no es eximente


Nos alertaron sobre las arañas y la ocasional hambruna.
Bajamos en coche al centro a ver a nuestros vecinos. Ninguno estaba en casa.
Encontramos refugio en patios diseñados por la municipalidad,
y al hablar evocamos otros lugares, lugares diferentes…
Pero ¿lo eran de veras? ¿No los conocíamos ya de antes?

En viñedos donde el himno de las abejas ahoga la monotonía
dormimos en busca de tranquilidad,
sumándonos a la estampida.
Él se me acercó.
Todo seguía igual que de costumbre,
excepto por el peso del presente,
que arruinó el pacto que hicimos con el cielo.
En verdad, no había motivo para alegrarse,
ni tampoco necesidad de dar la vuelta.
Sólo por estar de pie ya nos habíamos perdido,
escuchando el zumbido de los cables encima de nosotros.

Guardamos luto por esa meritocracia que,
llena de salvaje vitalidad,
había puesto comida en la mesa y leche en el vaso.
Con maneras descuidadas, barriobajeras,
volvimos caminando al cristal de roca primitivo
en que él se había convertido,
todo preocupación, todo miedo por nosotros.
Descendimos con calma
hasta el último peldaño. Allí puedes lamentarte y respirar,
enjuagar tus posesiones en la fuente helada.
Ten cuidado tan sólo con los osos y lobos que la frecuentan
y la sombra que llega cuando esperas que amanezca.


Trad. J. D.

viernes, febrero 12, 2010

novena

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Las respuestas aplazadas, ensanchando el tiempo.

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Aferrarse a lo inútil le consuela.
Pero también: la utilidad es adictiva.

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Se encierra en la frase más breve posible, e incluso así le queda espacio para tomar aliento y decir otra.

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La alegría del niño con zapatos nuevos. Porque está más cerca del suelo, porque la amenaza conjurada era mayor.

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Hay alguien en mí que no conozco: habla conmigo para saber quién soy.

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Le inquieta menos el instante de su muerte que su continuación. Aquellos de quienes se despidió viven desde hace mucho en la eternidad. ¿Le aceptarán sin condiciones?

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Poemas como maniquíes. Tienen una interpretación nueva para cada pase.

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Lo que entra fácilmente en el oído suele pasarse de frenada. La oreja contraria como un despeñadero.

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¡No me resucites! No quiero morirme dos veces.
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sábado, febrero 06, 2010

poemas / reseña

Dos anuncios, dos pequeñas alegrías en medio de tanta urgencia, tanta carrera, este tráfago enloquecido en el que nos movemos casi cada día. La espléndida revista colombiana El Malpensante (o, más en concreto, su director, Mario Júrsich) ha tenido la gentileza de acoger tres de mis poemas en su número de enero. Aunque aparecieron en su momento en esta bitácora, he disfrutado con esta nueva vida, la prórroga o segunda oportunidad que les concede su publicación en El Malpensante. No dejéis de explorar el resto del número y, en general, la página web de la revista. No tiene desperdicio.



Y Jesús Aguado firma una generosa y atenta reseña de mi edición de la poesía de William Blake en el número de enero de la revista Mercurio, el boletín mensual de la Fundación Lara. Para ilustrarla, el memorable retrato de Blake que realizó Thomas Phillips. Me ha conmovido, en especial, el comienzo de su lectura, prueba de una penetración psicológica fuera de lo común: «William Blake (1757-1827) vivía y escribía el exceso con naturalidad, seguro de que al el corazón de lo excesivo (Dios y el resto de las mayúsculas) se podía acceder usando herramientas humildes, artesanales, baratas. En esto se diferenciaba de sus contemporáneos los románticos, que por aquel entonces estaban inventándose el concepto de lo sublime para tener un pedestal desde el cual poderle hablar de tú a tú a la Inmensidad, al Yo, al Amor o a la Muerte. En esto, por otra parte, se parecía a la mayoría de los místicos (zapateros, cesteros, eremitas), de los que, sin embargo, también se distinguía en que él, cuando se encontraba cara a cara con Eso (Dios, etc.), no humillaba el rostro en señal de sumisión sino que, en un acto que no hay que calificar de arrogante porque era la inocencia absoluta el que se lo dictaba, lo mantenía bien alto y atento para no perderse detalle […]».
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Podéis acceder a la reseña pulsando sobre la imagen.

jueves, febrero 04, 2010

private eye


Si tuviera que reducir o dejar en un puñado mi catálogo de paisajes privados, me quedaría con media docena de imágenes modestas, casi vulgares, y desde luego incomprensibles para cualquiera que suela vincular estos recuerdos a una estética de tarjeta postal (como hizo, en el verano de hace dos años, un conocido diario madrileño): la calle Fernando el Santo en Gijón, con sus chalecitos de vigas cilíndricas y sus muretes encalados, por donde pasábamos una y otra vez para ir al colegio, y que moría en un amplio descampado de ortigas y varas de oro que ahora, veinticinco años más tarde, es suelo de urbanizaciones y avenidas relucientes; la arboleda de avellanos y laureles tiznados junto a una vía de tren abandonada, en Grandpont, la pequeña reserva de pájaros que había detrás de casa en Oxford; la quietud verde y ordenada de campus universitario de la calle Samaria, o la Avenida de Nazaret, en Madrid, bajo la luz anaranjada de una tarde de julio, mientras buscaba por buscar, casi por aburrimiento, algún cartel de «Se vende»… Estampas íntimas, medio alucinadas, que han quedado en el recuerdo como escaleras hacia el asombro: la sensación de algo que súbitamente se amplía y se retira, como haciendo sitio a un aire más intenso, más punzante. Un asombro retraído, lejos de toda noción de trascendencia, que no llama la atención y que se disipa tan pronto se intenta estudiarlo o incluso acercarse a él, como un animal asustadizo.

Durante un tiempo me inquietó no conocer su sentido, si es que lo tenía. ¿Cuál era su origen, qué circunstancias propiciaban su aparición? La curiosidad no ha remitido, aunque ahora matizada por una indiferencia paciente que se complace en el recuerdo, en contar y repasar las estampas que ha ido almacenando sin esfuerzo. Porque no hubo, no hay esfuerzo: se diría que este asombro, esta percepción casi pasiva de alerta y plenitud que regresa sin aviso, es un hilo que ensarta cada imagen como la cuenta de un collar. Hay una existencia ahí, o una forma de desligarse de ella para leerla de otro modo, desde la distancia o el ángulo abarcador de la perspectiva. Una alegría, también, como si por un momento las piezas del rompecabezas encajaran, como si pudiera respirar mejor, más anchamente. Un indicio de cumplimiento.