sábado, noviembre 20, 2010

taller del hechicero

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Si yo fuera fotógrafo, creo que uno de mis primeros proyectos sería retratar chapisterías o talleres de reparación de coches. De hecho, me extraña que no sea un asunto más frecuente, salvo en viejas imágenes algo hopperianas de pueblos norteamericanos donde los letreros de Exxon o de Mobil tienen la fuerza icónica de una bandera. En nuestras ciudades, al menos, son de los pocos espacios urbanos donde todavía quedan restos de una tecnología primitiva, de ruedas y discos y engranajes mecánicos que se conciertan con resultados más o menos tangibles. Es el reino de un trabajo manual que ya no puede servirse de materiales nobles (madera, tela, piedras preciosas o de cantería) pero que tampoco ha ascendido a ese otro estadio donde la electrónica permite una distancia higiénica entre el músculo y el objeto dañado. Es inevitable mancharse las manos y la cara, asomar los ojos entre marañas de tubos y cables y manchas de aceite. Y luego están los garajes, esos bajos de edificios abiertos en su interior como vientres de ballena tiznados de hollín, con forjados de uralita y tragaluces vidriosos que no dan a ningún sitio, en los que siempre hay una pequeña oficina mal ventilada donde el calendario hace las veces de altar. Son espacios fascinantes, madrigueras de topo en medio del paisaje saneado de la ciudad moderna. Lo más curioso es que a ellos confiamos la reparación de nuestros coches, como si siguiéramos obedeciendo a la vieja superstición de que un objeto precioso sólo puede ser restaurado por una intervención excepcional, como si no pudiéramos vivir -al menos en apariencia- sin la diligencia de magos o curanderos de saberes esotéricos. El paso del coche por el taller tiene algo de rito de iniciación: hay que entrar en lo oscuro para borrar la mancha o la dolencia y salir como nuevo al otro lado. Y ellos, los mecánicos, son los oficiantes inescrutables y algo displicentes de este rito. Retratarlos en sus garajes urbanos seria, imagino, como documentar el final de los últimos mohicanos, con ese aire de tribu irreductible que se niega a trasladarse a la reserva normalizada de los concesionarios.
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9 comentarios:

Ángel Cerviño dijo...

Sí, tienen algo de enanos tiznados, martilleando gemas en sus yunques subterráneos, ...aunque quizá me estoy desviando hacia los herreros de mi infancia suburbial. La imagen me trae sobre todo impresiones olfativas, una atmósfera de grasa y humo: carbonilla y locomotoras de carbón.

Céfiro dijo...

El mecánico de "Giro al infierno" de Oliver Stone, es uno de los más conseguidos. Me encanta.

Juan Antonio Millón dijo...

Guardo también recuerdos de la magia de los primeros talleres que uno iba conociendo en su deambular de niño a adolescente: el taller de bicicletas y motos, el taller del electricista y electromecánico, la zapatería, enclaves de saber velado y mágico.
Comparto contigo esa predilección. Sí, "últimos mohicanos". Un abrazo.

Anónimo dijo...

Muy bonito el texto. De todas formas, hechicero va con c, salvo que la Academia diga lo contrario...

Jordi Doce dijo...

touché... bonito despiste. en fin, ya está arreglado. saludos, y gracias a todos por vuestra lectura. J12

Anónimo dijo...

Pues a mí me parece que hechizero es más apropiado... no sólo (solo) porque escribamos hechizo sino también porque "-cero" es menos que "-zero" (menos que nada). Además, nos hemos quedado sin "y griega", y las zetas, como los cetáceos, corren peligro de extinción. Pongamos, pues, al hechizero frente al hechicero... y a ver qué pasa.

ARRE, RAE, ARRE!!

Elías dijo...

Como siempre, Jordi, certeras palabras las tuyas. Pero incluso esos talleres que dices son ya casi una especie en extinción.
Ahora son mucho más asépticos, tendentes a la uniformidad de las franquicias, como esos restaurantes de comida basura que nos rodean cada vez más.
Es un texto que me ha sonado casi como una elegía.

Por cierto, "Taller del hechicero"es el título de uno de los primeros libros de Aníbal Núñez.

Abrazo.

Joseóscar dijo...

En mi barrio quedan, al menos, dos de esos talleres: pasas por sus puertas y es como echar un vistazo, un instante, a un rincón perdido del tiempo: treinta, cuarenta años... El olor a grasa vieja es, quizá, el olor de los engranajes de ese tiempo, detenido(s) -apunte para Ángel Cerviño: por mi barrio pasa, además, el tren; y la estación, pequeñita todavía y casi rural, también cuenta con sus viejos y maravillosos cachivaches.

Jordi Doce dijo...

De eso hablo al final, querido Elías, de esos talleres de concesionario tan higiénicos, tan modernos--con todas las garantías del mundo, pero, en el fondo, un poquito aburridos. A lo mejor mi barrio es una excepción, pero he contado hasta cuatro talleres de la vieja escuela en un puñado de calles. De ahí vino, precisamente, este pequeño apunte.