domingo, agosto 30, 2009

li-young lee / poema

Conocí la poesía de Li-Young Lee (1957) gracias a una antología de textos dedicados a la ciudad de Nueva York editada, creo, por el MoMA. Entre los muchos fragmentos de escritores conocidos (de Henry James a Jack Kerouac, de Djuna Barnes a Susan Sontag) aparecía este breve y memorable poema de desamor, un fragmento de su libro The City in Which I Love You [La ciudad en la que te amo] con un aire vagamente hoperianno, casi como si Hopper se hubiera trasladado a los paisajes de Taxi Driver o a una película crepuscular de Cassavetes. Es un prodigio de sencillez y sin embargo nada en él es fortuito, nada está dejado al azar: la localización en un barrio marginal, las cuatro líneas con que dibuja el estado de ánimo del hablante, las imágenes que cifran la ruina universal, la comparación que cierra el poema y lo deja en suspenso, detenido en los gerundios del penúltimo verso. Y de vez en cuando, como astillas incrustadas en la madera del verso, dos o tres imágenes de corte irracional que introducen su pequeña dosis de inquietud aprensiva. No pude resistirme y traduje este poema casi al instante, como una prolongación natural de la lectura.

Autor de cuatro libros de poemas, en 1995 Lee publicó un libro de memorias, The Winged Seed: A Remembrance, sobre su singular peripecia biográfica. De origen chino pero nacido en Indonesia, su padre había sido médico personal de Mao Tse-tung. La familia huyó de Indonesia en 1959 y, después de un viaje de cinco años que los llevó por Macao, Hong Kong y Japón, los Lee se instalaron en Estados Unidos. Como Simic quince años atrás, Lee adoptó el inglés como lengua literaria, pero no ha perdido contacto con el mundo familiar, la vieja sangre que cruza como un río las llanuras de la imaginación y le permite ver a su país adoptivo con las ropas del extrañamiento y la distancia.



La mañana desciende a esta ciudad vacía de ti.
Páginas y ventanas prenden fuego y tú no estás.
Alguien barre su tramo de acera,
despierta a los borrachos, tirados como ropa sucia,
y tú estás lejos.

No estás en el viento
que alguien anota en el margen de un libro.
Te has ido de las breves hogueras en solares vacíos
donde formas humanas se apiñan,
aspirantes a su propio fantasma.

Entre muros de ladrillo, en un espacio no más ancho que mi rostro,
un retoño sin hojas se yergue sobre el barro.
En sus ramas, un nido de bocas desolladas
abriéndose y piando, fuegos escuálidos que han de comer.
Mi hambre de ti no es menor que la suya.
.

viernes, agosto 28, 2009

12 del 12


Se rompió la cabeza al caerse de un superlativo.

*

Un país donde cada cual envejece conforme al número de palabras que pronuncia. Un país donde parlotear sin juicio es una forma de suicidio.

*

Esgrimen bien alto su jerga y entrechocan tecnicismos: están de acuerdo antes de completar las presentaciones.

*

Fue abrir su libro y verle haciendo equilibrismo entre líneas.

*

Quema etapas. Escribe con tinta hecha de esa ceniza.

*

Aquella calle colgaba de sus acacias.

*

Palabras que blanden una antorcha encendida y muestran el camino a seguir. Las demás se amontonan inquietas, llenas de nerviosismo, echando a codazos al autor.

*

Se descubre dentro del lienzo. Pinta para buscar una salida.

*

Tiene ojos como peines, sí, pero se pasa los días limpiándolos de cabellos muertos.

*

No cejar en la escucha, escuchar con tal intensidad que por fin alguien, cualquiera, se sienta obligado a hablar.

*

Aquellos a los que el tiempo disgrega. Aquellos a los que el tiempo da brillo. Aquellos a los que pudre por dentro.

*

No logro dar conmigo. Vivo en los lugares a los que no puedo ir.
.

miércoles, agosto 26, 2009

cortázar / 3 tiempos

Me parece que Cortázar es el primer escritor de nuestra lengua que da la sensación de jugar cuando escribe. Tenemos una tradición rica en humoristas y humoradas, pero en casi todos los casos la escritura adolece de una pesadez reveladora: son chistes de tasca, chocarreros, cuando no crueles o escatológicos, como los de Quevedo. Cervantes, más fino, destaca por su compasión; pero no juega, es el primero en anticipar la reacción del lector y se ve que Don Quijote, a pesar de su inmensa humanidad, sigue teniendo a sus ojos algo de muñeco. Cortázar, sin embargo, es el primer niño escritor de nuestra lengua. Cae en todas las trampas del sentimiento pero sale de ellas sin un rasguño. Mientras lo releía me acordé de que para Robert Lowell todo gran poema rozaba el sentimentalismo sin caer en él. La fórmula es discutible pero sugerente y vale, me parece, para los cuentos de Cortázar. Pienso en «Carta a una señorita en París», en «Las babas del diablo», en «Axolotl»… Su inteligencia no establece distancias: desconfía y se admira de sí misma a un tiempo, no le importa exhibir sus debilidades ni confiar en fortalezas que más parecen –aunque no lo sean– golpes de suerte o iluminaciones súbitas. Y el lector se encariña con él, lo siente cerca, toma confianza y piensa que por fin ha encontrado a alguien tan indeciso como él, como todos. Cortázar juega con el lector como antes jugaba consigo mismo. No establece diferencias. De ahí la rara elasticidad de su prosa: corre sin rechistar a su espalda, obediente y absorta como la tribu de ratones de Hamelín.

*

El joven Córtazar es un escritor libresco y casi secreto, maestro errante y solitario por la provincia argentina, habitante de sombrías pensiones donde rumia su empacho de alta literatura; el autor maduro de Historias de cronopios y famas, por el contrario, parece empeñado en desprenderse de las escamas de la erudición y la tradición mal entendida, adoptando el juego como primera norma, abominando de cualquier atisbo de solemnidad, mojando la escritura en el agua del ritmo verbal y los saltos imaginativos. Ya desde sus primeros libros de relatos, Final de juego o Las armas secretas, escritos y publicados cuando su autor ronda los cuarenta años, Cortázar sale una y otra vez en busca de una segunda juventud y consigue apresarla plenamente en esos libros sin género, a medio caballo entre el relato fragmentario, la chispa reflexiva y la lentejuela autobiográfica, que son Los autonautas de la cosmopista o La vuelta al día en ochenta mundos. Como un Benjamin Button de la literatura, Cortázar hace el camino inverso al de tantos escritores: nace viejo y muere joven, consciente de que la mera corrección no basta, de que la escritura es algo más que un ejercicio de sintaxis y modales léxicos intachables (como dijo Charles Tomlinson hace años: «nada que no sea elegante / ni nada que lo sea si sólo es eso»); es preciso, en fin, atreverse a escribir mal, perseguir el fantasma de las propias obsesiones hasta que algo, no sabemos bien qué, surge de la página y nos interpela; es algo que hemos suscitado en nuestra peculiar sesión de espiritismo verbal pero que ahora se vuelve hacia nosotros y nos desafía: algo incierto, que cobra vida propia y nos obliga a servirlo, pues necesita de nosotros para completarse, y que a la vez mantenemos a distancia, pues sólo desde la distancia y cierta astucia crítica sabremos estar a su altura, controlarlo.

*

Visto así, Cortázar se nos aparece como uno de esos hijos tardíos del surrealismo que el surrealismo nunca reconoció (o no del todo) y que sin embargo permitieron su normalización, su ingreso en discursos literarios más aceptados o aceptables. Todo el énfasis genuino que el surrealismo puso en el juego y la dimensión azarosa de la escritura fue más un wishful thinking teórico que una realidad práctica; si la severidad casi papal de los cónclaves bretonianos tuvo mucho de expresión aberrante –literalmente perversa– del cartesianismo francés, su gran líder (como recordaba muy bien su amigo y discípulo Julien Gracq) no abdicó jamás de los ritmos y cadencias de la prosa clásica francesa, Valèry incluido. Tuvo que ser el afrancesado Cortázar el que disolviera el ácido surrealista en la tradición del cuento breve de Poe y Hoffmann; una tradición a la que Cortázar, más hábil a la hora de envolver sus ficciones en atmósferas de apariencia realista, se mantuvo estrictamente fiel en sus primeros libros, incluso cuando empieza a desarrollar o complicar los argumentos. Cuando Vargas Llosa subraya la «ambigua resolución» de sus relatos, «pues lo fantástico en ellos es, acaso, fantasía de los personajes o acaso milagro», dice algo que explica igualmente a Poe y que nos permite establecer un vínculo evidente entre, digamos, «William Wilson» y «Axolotl». Un vínculo que toma cuerpo en el uso que ambos hacen de la primera persona como forma de dar verosimilitud al lugar desde el que se escribe; un lugar que está más allá del desenlace, oculto por él, y que se encuentra por ello en el cruce de lo real y lo fantástico, esa frontera incierta donde ambos espacios se disuelven. Dicho de otro modo: en Cortázar la zona de ambigüedad entre lo real y lo fantástico surge del relato mismo, de lo que nos cuenta. Es un proceso. Lo vemos crecer ante nosotros, alumbrado por los focos, y nunca se nos permite desviar la mirada. Pero no hay aprensión, no hay temor. La pasividad del narrador, su postura entre distante y fatalista, cuando no divertidamente curiosa, desactiva cualquier asomo de inquietud. Acaso el único síntoma de miedo es, en ocasiones, la tendencia de la prosa a complicarse, corrigiéndose a sí misma, produciendo de manera compulsiva más y más frases, como si sólo hablando sin cesar pudiera espantarse a los fantasmas (esta compulsión charlatana es tan poderosa en «Las babas del diablo» que termina disolviendo su posible resolución). Pero también aquí la inquietud consigue disfrazarse con las ropas amables del juego. Un juego que es moral de escritura y también de vida, pues sólo de este modo, para Cortázar, se puede hacer justicia al papel que juegan en nuestra existencia el azar, el capricho, las fuerzas de la entropía y la locura. Engañarse al respecto es una locura mayor, y así nos lo recuerda el fragmento inicial de sus «Instrucciones-ejemplos sobre la forma de tener miedo», donde la muerte se hace presente en una peculiar variación de la ruleta rusa que sin embargo, cosas del autor, sabe arrancarnos una sonrisa:

En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.
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lunes, agosto 24, 2009

weather report


Ésta es la calma que ha ganado a duras penas. Alguien habla por teléfono mientras abre las hojas del balcón y mira de reojo la calle, el ir y venir de la gente bajo las acacias, el cielo pizarroso que comienza a encresparse. Se oyen voces de niños, coches que pasan con lentitud, una canción que tararea mentalmente y le ayuda a encadenar los gestos, a darles fluidez en el agua seca y polvorienta del verano. Repite frases consabidas, monosílabos que apaciguan igual que un molinillo de oraciones. De pronto, un golpe de viento cierra la puerta del despacho y unos folios caen al suelo. Sin dejar de hablar, se acerca a recogerlos y siente el frescor repentino del aire, el barrunto que aviva las hojas y pone un grumo de escarcha en la piel. Como si algo cobrara sentido en ese instante. Como si algo sucediera más acá de la tormenta o su inminencia. Pero no es nada, sólo la calma que vibra con astucia entre el rayo y su estallido, la calma que se ovilla bajo sus párpados lo mismo que un insomnio, este alambre de calma que le inquiere y le aquilata y es algo muy suyo que vuelve a conocer, que desnuda su carne bajo la sombra eléctrica.

domingo, agosto 23, 2009

3 días


Días que pasan a la carrera, para no vernos.

*

Los días están ahí. Sólo hace falta ponerse a buscarlos.

*

El doble fondo de los días. Su retumbar oscuro, allá abajo, cuando se acuesta.

viernes, agosto 21, 2009

heaney / verano 1969


Mientras la policía escudaba a la chusma
disparando a la calle Falls, yo sufría únicamente
el sol abusador de Madrid. Cada tarde,
en el calor de cazuela del apartamento,
mientras sudaba para abrirme paso
por la vida de Joyce, el hedor del pescado
flotaba como el tufo de una alberca de lino.
De noche, en el balcón, tintes vinosos,
un ambiente de niños en rincones oscuros,
viejas con negros chales y ventanas abiertas
y el aire, una cañada fluyendo en español.
Hablar nos transportaba a casa, por llanuras
tachonadas de estrellas, donde el charol
              [de la Guardia Civil
brillaba como el vientre de los peces
             [en aguas estancadas.

«Vuelve -me dijo uno- y trata de animarles.»
Otro evocó a Lorca en su barranco.
Vimos cifras de muertos y crónicas de toros
en la televisión, famosos que venían
de donde lo real aún estaba ocurriendo.

Me retiré al frescor respirable del Prado.
Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya
cubría una pared: los brazos levantados
y el temblor del rebelde, los soldados
con quepis y pertrechos, el barrido eficiente
de las descargas. En la sala contigua,
sus caprichos, inscritos en las paredes del palacio:
oscuros torbellinos flotantes, destructores, Saturno
enjoyado en la sangre de sus hijos,
el gigantesco Caos dando su espalda
brutal al mundo. Y también ese duelo
donde un par de dementes se apalean a muerte
por asuntos de honor, hundiéndose en el fango.

Pintaba con sus puños y sus codos, esgrimía la capa
manchada de su corazón ante la carga de la historia.

Trad. J. D.
Hace justamente cuarenta años Seamus Heaney era un joven profesor universitario de vacaciones en Madrid con su familia. El calor, al parecer, era el mismo o peor que el de ahora. Y de la lejana y brumosa Belfast venían noticias inquietantes de lo que luego se llamaría La batalla del Bogside, que durante cinco días (del 13 al 17 de agosto) enfrentó a nacionalistas católicos y lealistas protestantes (estos últimos, apoyados sin disimulos por la policía inglesa) con un saldo trágico: ocho muertos, centenares de heridos y un país que definitivamente no recuperaría la normalidad durante más de tres décadas. Heaney escribió este poema poco tiempo después, en California, y lo incluyó en la segunda sección de su libro North (1975). Un ejemplo memorable de poesía civil, de su escritura más explícita y comprometida políticamente con los Troubles.
El original, aquí.

jueves, agosto 20, 2009

oasis

Ayer a media tarde, en el patio de un colegio cercano, cuatro adolescentes jugaban al frontón con palas de madera y una pelota de tenis. Habían dejado las mochilas contra la pared delantera, a resguardo del sol de agosto que cortaba en dos la pista, arrojando un zumo denso y brillante sobre el asfalto. El aire pesaba y hacía aún más firmes el vacío y la soledad del patio, el silencio casi material de las ventanas enrejadas, pero ellos corrían y daban gritos ajenos a todo, incansables, contentos de haber encontrado aquel oasis en una de las calles traseras de su barrio. Hace veinticinco años yo habría sido uno de esos chicos, pasando la larga tarde de verano en la pista de deportes del colegio, apurando las horas y los minutos antes del regreso inevitable a casa. Me quedé mirándoles, recuperando esa atmósfera de barrio en verano que con los años ha adquirido una intensidad punzante, casi alucinada, saboreando el modo en que la claridad, al empastarse en los muros de ladrillo y las fachadas grises, parecía detener el tiempo. Vi los geranios secos en un alféizar de la planta baja, el hollín y la humedad tamizando la luz violenta. Vi las mochilas tiradas en un rincón, las líneas dibujadas con tiza, los saltos y carreras de los jugadores. Como si nada hubiera cambiado desde entonces. Una imagen de la felicidad.

miércoles, agosto 19, 2009

para vivir

Sentado en un rincón de su cocktelería, el escritor José Luis García Herrera ha tenido la gentileza de acordarse de un viejo poema de Otras lunas. Mil gracias, José Luis. La fe en lo que uno lleva escrito suele resentirse con los años, pero el amparo de los amigos lo hace todo más fácil.

martes, agosto 18, 2009

brizna

Sobre la mesa, una naranja. Por la ventana abierta se cuela un ruido de coches, de perros que ladran, el estruendo en sordina de las seis de la tarde. También nosotros nos volvemos satélites de ese pequeño sol.

domingo, agosto 16, 2009

charles tomlinson / 3 poemas


Una de las alegrías de este verano ha sido la aparición en mi apartado postal del grueso volumen de New Collected Poems de Charles Tomlinson, publicado hace apenas un mes por la editorial Carcanet (junto con Faber & Faber la mejor editorial inglesa de poesía, responsable de la publicación en el Reino Unido de John Ashbery, Jorie Graham o Les Murray, ente otros). En la portada, un collage del propio Charles, Janus Figure, de mediados de los años setenta; dentro, quinientas páginas a texto corrido que recogen más de cincuenta años de fidelidad a la escritura, de trabajo constante y minucioso. El resultado es una obra de impecable coherencia, un auténtico festín para el espíritu y la mente.

Confieso que la llegada del libro me ha conmovido; todavía recuerdo el deslumbramiento que sentí con la lectura de sus Selected Poems allá por el 92, en Sheffield, cuando ensayé mis primeras traducciones de sus poemas en la gran sala de lectura de la biblioteca universitaria. Sigo creyendo, como entonces, y quizá con más razón, que su obra es una de las cimas de la poesía contemporánea en lengua inglesa. Para empezar, es imposible encontrar un mal poema en ninguno de sus libros; y todos, hasta los más influidos por W. C. Williams, Edward Thomas o Antonio Machado, tres de sus maestros, llevan su sello inconfundible: gracia, delicadeza y precisión; lo que también quiere decir: curiosidad por el mundo, confianza en los sentidos, gusto por la palabra limpia y sugerente. Hasta en sus poemas de circunstancias -y pocas obras se han apoyado tanto en la experiencia vital de su autor- hay una elegancia y una capacidad para trascender lo cotidiano que no dejan nunca de asombrarme. La anécdota es sublimada una y otra vez gracias a un oído finísimo que no deja nada al azar, que sabe organizar los materiales y presentarlos sin fisuras.

Recupero tres de los cuatro poemas que Charles me envió hace años para su publicación en Piedra y Cielo, una revista canaria dirigida por Francisco León y Alejandro Krawietz que por desgracia no pasó del tercer número. Uno de ellos, «Helada», vio la luz en esta bitácora en el otoño de 2006. Los demás son inéditos en España, a excepción de «En el golfo», que apareció el año pasado en la revista Letras Libres.



Busardos

Al ascender con alas desplegadas,
los busardos revelan de improviso el dibujo
de unos ojos al dorso: polillas gigantescas
(son cuatro) que se apoyan en las corrientes de aire
y se vuelven gregarias mientras planean
intercambiando graznidos sincopados
como el reclamo de las gaviotas costeras:
apenas si distingues sus cuerpos en el cielo,
entre gritos que ascienden hacia su invisibilidad.

En el golfo

En Albergo delle Palme
podía verse un fresco
concebido para mostrar la confraternidad
de famosos artistas que habían visitado el golfo...
Byron, Shelley, Wagner, Lawrence,
todos simultáneamente ocupados, el mismo día,
en absorber la esencia del lugar,
las manos por visera, posando junto a un árbol.
Era el único buen mal cuadro de la costa
y ahora, cubierto de pintadas, pervive fuera del alcance
de futuros contempladores: siento aún su presencia
como un brazo amputado (el del artista)
mientras cruzo el vestíbulo hacia la luz ardiente:
Lawrence, Wagner, Shelley, Byron…
reunidos desde entonces en un día inmortal
a mis espaldas.
El regreso

Aquella noche regresamos tarde.
La luna destellaba en el centro del cielo.
El tráfico del viaje de salida
se había disipado para resucitar sobre el Severn
en forma de estrellas fulgurantes.
Habíamos dejado de inhalar
el olor químico del embotellamiento:
la ruta se extendía despejada ante nosotros
hasta que, al tomar una curva
(por un error quizá), vimos de pronto
las formas amarillas
de unos camiones de obra
en torno al coche, acompañados
por peones que con largas escobas
se movían de un lado a otro
allanando el asfalto que las máquinas
defecaban sin pausa. Estábamos claramente atrapados
entre el hierro ambulante y el alquitrán vertido,
                 [cuando entonces
un miembro de aquel cuerpo de infantería
pareció saludarnos, señalando
un obstáculo de madera, una valla
en cuyo centro había una salida
hacia la carretera que echábamos de menos,
y allá nos dirigimos impacientes,
reuniéndonos de nuevo con la humanidad que
(pese a no haber reaparecido aún)
mañana volvería a poblar la autopista.


Trad. J. D.

jueves, agosto 13, 2009

contrapunto


Habitamos el mismo territorio
pero distintos mapas. En el tuyo
las calles son el testimonio de una escisión
y la luz brilla obscenamente
sobre las trazas de este mundo sublunar.
Hay silencio, palabras desmedidas,
el cansancio febril de la vigilia
y un animal baqueteado por el tiempo
que te brinda consuelo.
Por mi lado hay orgullos, impaciencias,
el afán de agradar y el miedo a conseguirlo;
convivo con imágenes que la palabra ha prestigiado
pero vivo a disgusto con su ambiguo sentido:
calles vacías, espejos de misántropo
y paisajes inmóviles bajo una luz postrera.
A los dos nos agota una culpa genuina
que a fuerza de insistir parece falsa,
excusa de malos pagadores.
Nuestras palabras mágicas raramente concuerdan,
tampoco los remedios de los que echamos mano
los días más pensados,
cuando vibran los nervios y la mente se enrosca
a punto de saltar sobre sí misma.
Sólo de noche, algunas veces, nuestros cuerpos
cruzan las líneas furtivamente
para firmar una tregua perpleja,
difícil,
el armisticio que es ahora nuestra vida.

lunes, agosto 10, 2009

contraste / 2

Si quiero comprender qué separa o distingue nuestras sensibilidades respectivas, debo regresar a aquel día, hace cinco o seis años, en que me recomendó un disco de Arvo Pärt que reunía, entremezcladas, dos piezas de los años setenta para piano y violonchelo, Für Alina y Spiegel im Spiegel. Me habló del disco con entusiasmo, agitando la caja en el aire, mirando hacia un punto inconcreto del salón mientras sonaban las primeras notas del piano. Tomé nota de su recomendación y de vuelta en Madrid me hice con el disco. Pero en casa, sin la distancia o el cerco defensivo que me concedía el oírla en la casa de otro, la inmensa melancolía de aquella música pudo conmigo. Escuché diez o quince minutos y tuve que dejarlo. Lo intenté un par de veces más y de nuevo fracasé. Lo que para él era una experiencia primordialmente estética, una sutil alianza de notas que dejaba espacio para la escritura o el pensamiento, para mí era un lamento inconsolable, una aguja que auscultaba mi sangre y me dejaba exhausto. Descubrí que no tenía oídos para un placer estético desligado de los contenidos emocionales de la música, que no hay, al menos en mi caso, formas exentas. Aquellas notas tenían -siguen teniendo- el poder de abrumarme por encima de otras consideraciones. Y adivino, así, lo que nos hace diferentes incluso en el espacio de lo cotidiano. Su actitud es más puramente de artista, si se quiere, capaz de evaluar con frialdad los materiales de la obra, de centrarse en su dimensión sígnica o autorreferencial; la mía es más patética o expresionista, va directa a los sentidos y su efecto en nuestra psique.

Cuestión de temperamento, sin duda. Quizá también, en el caso de la música de Pärt, el desamparo que transmite me muerde más de cerca porque conozco de primera mano esa luz, ese frío, la penumbra desolada del norte. Sin embargo, más allá de este dato biográfico está claro que respiramos en direcciones distintas, hasta divergentes. Pues es inevitable que con el tiempo nuestras sensibilidades se petrifiquen o evolucionen sobre aquello que les es más propio, aunque algo más profundo -lo quiere la amistad, al menos- las engarce por debajo de las diferencias.

jueves, agosto 06, 2009

yeats / tres cosas


«Devuélveme tres cosas, Muerte cruel»,
cantó un hueso en la orilla;
«en la abundancia de mi pecho
un niño hallaba cuanto exige
de placer o descanso»:
un hueso lavado por las olas y secándose al viento.

«Tres cosas de mujeres, tres cosas que conocen»,
cantó un hueso en la orilla;
«cuando mi cuerpo estaba vivo
un hombre hallaba entre mis brazos
todo el placer que da la vida»;
un hueso lavado por las olas y secándose al viento.

«Y la tercera cosa en la que pienso»,
cantó un hueso en la orilla;
«es cuando estuve cara a cara
en brazos de mi hombre y luego,
al arreglarme, bostecé»:
un hueso lavado por las olas y secándose al viento.


Trad. J. D.
El original, aquí.

lunes, agosto 03, 2009

seis

Todos escribían con timidez, apocados y serviciales, como esperando secretamente la venida del escritor que los arrojaría de un plumazo en la fosa común del tiempo.

*

Su integridad se basa en todo aquello que le falta, que nunca será parte de él.

*

Rostros que sobresalen como máscaras funerarias sobre un gran charco de sangre.

*

El mundo es el reino de los nombres. Nosotros cuidamos los adjetivos; están en nosotros como rebaños.

*

Un libro es lo que hacemos a fuerza de tropezar muchas veces en la misma piedra.

*

No sé quién eres. Estoy contigo a todas horas y apenas logro comprenderte. Me voy conociendo gracias a mi ignorancia de ti.

domingo, agosto 02, 2009

contraste

Mientras el Novelista hablaba a los asistentes desde su rostro barbado, algo áspero y primitivo, con esa sobriedad enjuta propia de su tierra, me fijé en sus manos, delicadas y blancas, casi femeninas, de dedos largos y esbeltos, finamente tallados hacia las uñas; unas manos que se movían con discreción, subrayando sin alardes los quiebros irónicos, las frases de más peso, jugando con un cuaderno de notas en el que de vez en cuando subrayaban una línea o una lista de palabras, como si pulsaran así un resorte que permitiera reorientar el rumbo de la charla. Miré con envidia aquellas manos, que me parecieron el emblema de su fluidez de narrador, de su admirable fertilidad, y volví a lamentar, por contraste, la ruindad de las mías: los dedos rengos y gordezuelos, las uñas mordidas hasta la extenuación, los nudillos enrojecidos como si habitaran siempre un guante de frío. Las manos de un hombre para el que cada frase es un obstáculo que impide calibrar con nitidez la siguiente; que pone entre la mente y la página la grieta movediza de sí mismo.