Se me ocurre, casi como juego especulativo o al menos metafórico, que la gente se parecía más entre sí cuando no existía la imagen fotográfica. Recordar a alguien era situarlo en la vecindad de otro, fijar semejanzas, establecer comparaciones que no se contestaban pues no había pruebas de lo contrario. Aunque el pasado abunda en retratos, bustos o medallones que trataban de apresar un rostro, un perfil, la copia solía quedar reservada a los poderosos o a quienes podían pagar por ella, y no siempre resistía la tentación de embellecer el original. La fotografía, en cambio, permite distinguir y matizar un rostro infinitamente, desmintiendo –borrando sutilmente– las percepciones de la memoria. Nos hace demasiado iguales a nosotros mismos, demasiado encerrados en nuestra propia singularidad. Es verdad que genera a su vez otras semejanzas, más deudoras del azar que otra cosa –el ángulo, la luz, el grano del papel–, pero también lo es que la imagen cancela parcialmente el ejercicio de la memoria y su voluntad –tácita o declarada, no importa– de pensarnos como una red manejable, casi familiar, de ecos y reflejos.
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Qué silencio cuando me sumerjo hasta el fondo de la piscina. Lo que daría
porque la apnea pudiera alargarse no ya minutos, sino horas, la tarde
entera aq...
Hace 32 minutos
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