sábado, septiembre 30, 2006

peter redgrove / el lotófago

Uno de los trabajos de traducción que mencionaba en mi anterior entrada es el nuevo libro de «El Lotófago», la colección de pintura y poesía que edita la galería madrileña Luis Burgos (amigo generoso que sabe y entiende más de poesía que muchos poetas que conozco). Después de los libros de James Schuyler, Olga Novo y Jenaro Talens, le toca al turno a una breve antología del poeta inglés Peter Redgrove (1932-2003), en la foto. Amigo y contemporáneo de Ted Hughes y Sylvia Plath, Redgrove puso color y extravagancia a la poesía británica en un momento en que Larkin y Hughes, cada uno por razones muy distintas (y con resultados igualmente opuestos), dominaban el ambiente con su paleta de grises y claroscuros. En este caso, la poesía de Redgrove viene acompañada de la pintura del artista vasco José Luis Zumeta, algo más joven que Redgrove y por suerte aún en activo. El libro se titula Para el ojo que duerme (si leéis el poema que cierra esta entrada sabréis por qué).

De Redgrove explico en el prólogo a este libro «que es una rara avis dentro del panorama de la poesía inglesa contemporánea. Autor prolífico, su exuberancia y excentricidad (también en el sentido geográfico de la palabra: vivió durante más de treinta y cinco años en Falmouth, Cornualles, en el extremo sudoeste de la isla, donde fue profesor en una escuela de arte) parecen haber impedido una lectura crítica atenta y generosa. [...] Redgrove es un poeta eminentemente sensual, obsesionado por la riqueza y multiplicidad del mundo físico, empeñado en celebrar cada uno de sus detalles y fundirlos de la mano de la exaltación sensorial. Si Charles Tomlinson es un poeta de la mirada, Peter Redgrove lo es del olfato, del gusto, del tacto. Amante de la hipérbole y el humor negro, sus poemas son una celebración del extrañamiento y la sinestesia. A ello no es ajeno un componente onírico que acerca el trabajo de Redgrove al de los surrealistas».

Pienso que estas líneas pueden dar una idea de la naturaleza de esta poesía. Si queréis saber más sobre su autor, hay una sucinta entrada en Wikipedia que ofrece algunos datos suplementarios, en especial de sus primeros años.

Imagino que el libro estará en la calle a mediados de octubre, coincidiendo con la inauguración de la exposición de Zumeta en la galería. Entretanto, ahí os va un pequeño adelanto que ojalá despierte vuestro interés.


Peter Redgrove

EN EL HUERTO

Manzanos como una colonia de coral
tras los cálidos muros de arenisca
que les permiten madurar. Debatimos

en susurros la oscuridad
destilada en los frutos,
la carga temblorosa del ramaje
como pechos palpables bajo una blusa verde.

Igual que duerme el ojo
duerme el fruto en sus párpados exactos,
hasta que muerdo la penumbra y la torno blanca,
proclamando
«Hágase la luz».

Versión de J. D.

jueves, septiembre 28, 2006

antonio gamoneda en quimera


He estado un poco desaparecido últimamente, pero el trabajo constante en dos traducciones que no admiten demora me ha tenido «amarrado al duro banco». Algo diré sobre ellas cuando llegue el momento; ahora baste decir que, pese al esfuerzo, son dos textos extraordinarios y con los que me estoy divirtiendo mucho.

Se acerca octubre y quería tan sólo anunciaros la publicación de un hermoso dossier dedicado a Antonio Gamoneda en el nuevo número de la revista Quimera, que imagino estará en librerías a finales de la semana que viene. El dossier lo hemos coordinado (con mucha ilusión y no poco trabajo, desde luego) Marta Agudo y yo mismo, pero contando siempre con la ayuda de algunos buenos amigos y de la joven redacción de la revista, que se ha encargado de la parte gráfica y la maquetación final. Algo tienen que ver estas páginas, como es lógico, con la entrega del premio Reina Sofía, que, si no me equivoco, tendrá lugar a finales de noviembre, pero nuestra idea era confeccionar un trabajo que pudiera leerse con independencia de apoyos coyunturales. Además de cuatro estupendos ensayos (de Miguel Casado, Eduardo Moga, José Luis Gómez Toré y Juan Andrés García Román), hemos incluido un extenso coloquio con el propio Antonio en el que se dicen cosas muy lúcidas y jugosas. De este coloquio quiero destacar, sobre todo, aparte de las intervenciones de Antonio, los «asedios» de Tomás Sánchez Santiago y José María Castrillón, que, gracias a un trabajo de lectura y relectura realmente notable, lograron abrir nuevas puertas en la conversación. Por imperativos editoriales, la versión final del coloquio es una versión abreviadísima de la trascripción original. Algún día, si hay interés y paciencia, recuperaremos esa primera versión, más dilatada y distendida, más charla que interrogatorio, en la que se palpa el buen ambiente que reinó en nuestro encuentro.

Ah, el dossier se titula «Antonio Gamoneda. Claridad sin descanso». Me tomo la libertad de copiar algunos (pocos) fragmentos del texto de introducción, para daros una idea más completa de estas páginas. Lo dicho: haceros con el número de octubre de Quimera, y no os olvidéis del de septiembre, con un estupendo dossier sobre Sebald:

Uno de los propósitos (si no el principal) que ha guiado la confección de este dossier era [examinar] sus afinidades y semejanzas con escritores en otras lenguas, asunto sobre el que hay escrito bastante menos. [...] Se ha aspirado a mostrar el camino con un largo ensayo de Eduardo Moga en el que se examina, desde la estilística, los puntos de confluencia entre Saint-John Perse y Gamoneda, y otro más breve de Juan Andrés García Román, quien profundiza en sus concomitancias con Paul Celan e Ingeborg Bachmann en su labor de búsqueda de la «verdad», de un lenguaje capaz de expresar la naturaleza radicalmente subjetiva del sufrimiento.

De todo esto y de otros asuntos se habla en el extenso coloquio que abre el dossier, en el que, además de proponer un itinerario de inquietudes e interrogantes, quisimos huir del rígido formato binario de ciertas entrevistas. Contamos para ello con poetas y críticos (José María Castrillón, Tomás Sánchez Santiago, Jaime Priede y J. A. García Román) largamente familiarizados con esta obra [...].

Se ha tratado, por último, no sólo de contar con dos críticos de la solvencia de Eduardo Moga y Miguel Casado (quien es, además, el crítico por excelencia de nuestro poeta) sino también de abrir la puerta a una nueva generación de ensayistas en las personas de José Luis Gómez Toré y Juan Andrés García Román. Sólo nos queda esperar que el resultado final esté a la altura de las expectativas del lector, pero, sobre todo, que sea digno de la intensidad radical y deslumbrante (sólo luz) de esta poesía.

jueves, septiembre 21, 2006

caza nocturna


En Cacería en el bosque, de Paolo Uccello, las figuras se dirigen sin excepción hacia la espesura sombría del bosque, absortas en la persecución de unos ciervos que no logran confundirse con el fondo negro de la tabla. Podría ser de noche pero no es posible asegurarlo. En todo caso, la penumbra del bosque da a la escena un aire de irrealidad reforzado por el carácter icónico de las figuras: los árboles, tal vez pinos, parecen columnas dispuestas en hileras regulares; los cazadores, en su mayoría vestidos de rojo, se hallan a ambos lados del cuadro como si se reflejaran mutuamente; y galgos y ciervos corren entremezclados, formando un patrón de siluetas en forma de rombo. El aparente realismo de la escena no esconde la artificiosidad de la composición: en primer plano, cuatro troncos a modo de pórtico o umbral junto a los que se congregan la mayor parte de las figuras humanas; sobre éstas se extiende una techumbre de copas altas y planas donde el verde de las hojas vira a negro, impidiendo cualquier asomo de luz exterior: tanto es así que la espléndida luminosidad del cuadro proviene exclusivamente del rojo de las ropas y los arreos y del blanco de algunos caballos y perros. Al fondo, las siluetas en escorzo de galgos y ciervos sugieren una carrera enfebrecida hacia un fondo de negrura inescrutable. Todo en el cuadro apunta a esa negrura. Es un imán, una fuente. El exagerado sentido de la perspectiva de Ucello tiene aquí, por una vez, sobrada respuesta: la espesura misteriosa de un bosque prolongado hasta el infinito. La extremada amplitud de la tabla, unida a su poca altura, refuerza el efecto de la perspectiva. Las figuras corren o cabalgan sin atender a testigos, absortas en el placer de una caza que los lleva más allá de sí mismas, hacia un fondo de oscuridad impenetrable. Tres jinetes, en especial, capturan nuestra atención: destacan por ser los únicos que parecen no atreverse a entrar en el bosque. El primero, situado a la derecha de los troncos centrales, ha tascado el freno de su caballo e inclina el cuerpo hacia atrás como si fuera a gritar. A su derecha, un segundo jinete rojo parece ir al trote, como si supervisara los movimientos de sus compañeros. Y tras él, montado en un caballo blanco, uno de los dos del cuadro, sin dar visos de estar moviéndose, aparece un tercer jinete vestido de gris o pardo. El estatismo de estas tres figuras contrasta fuertemente con el galope vivo de los jinetes situados en el lado izquierdo y añade fuerza al enorme poder de sugestión de la oscuridad. Ellos se han detenido, como si temieran la noche del bosque, como si dudaran antes de dar un nuevo paso, como si disfrutaran más atendiendo al ingreso en la penumbra de sus compañeros. Sobre la escena gravita una especie de hechizo: la inminencia de un misterio o de un desastre. La caza, como expresión de una vida puesta en peligro, envuelve a estas figuras en un halo: pese a la torpeza con que Ucello expresa el movimiento, nos parece sentir de manera vívida la excitación de la carrera, el riesgo de una persecución voraz y alegre. El rojo de sus ropas es el rojo de la sangre, que parece iluminar las formas desde dentro, encendiendo los bordes de la oscuridad. En todos los cazadores late (y creemos, tal vez, sentir ese latido por un instante) el hambre de una noche escondida en el punto de fuga. Y, sobre todo esto, el bosque como un templo, como un recinto sagrado donde los cazadores deambulan poseídos por la fiebre de la vida. Pero el templo los recibe con ambivalencia: por un lado, se abre a ellos con ceremonia, sabedora de que cumplen con un rito obligado; por otro, esconde sus entrañas a la luz, como si quisiera recordar en todo momento el precio de una vida llevada al extremo. Su imán nos amenaza, más viejo y más paciente de lo que nunca llegaremos a ser.

De Hormigas Blancas, Bartleby, Madrid, 2005, pp. 68-70.

domingo, septiembre 17, 2006

el poeta en su obra

No pensaba escribir nada sobre el artículo que hoy dedica El País a Ted Hughes, pero la generosa entrada de Álvaro Valverde en su blog me anima a ello (gracias, Álvaro). Que a un poeta no se le recuerde por su obra sino por los hechos más o menos pintorescos de su vida ya es cosa normal (véase, entre nosotros, el caso reciente y desdichado de Jaime Gil de Biedma). Que se aproveche su fama para escribir la biografía de sus allegados, y que esa biografía, a su vez, se emplee para arremeter contra el poeta mismo, es un ejemplo de circularidad perversa que descalifica de inmediato a quienes incurren en ella. Sobre este asunto (y, en concreto, sobre todos los quicios y zonas de sombra de esta mal llamada industria «biográfica» que ha crecido en torno a Hughes, Sylvia Plath y Assia Gutman) recomiendo un espléndido libro de Janet Malcolm, La mujer silenciosa, editado hace unos años entre nosotros por Gedisa. Para hablar de la vida de dos grandes poetas como fueron Hughes y Plath hace falta algo más que estrategias narrativas y perfiles psicológicos propios de una vulgar telenovela. ¿O es que nadie se ha dado cuenta aún, por poner un ejemplo, de que tanto Plath como Hughes (en Ariel y en Cartas de cumpleaños, libros bien conocidos) sólo dialogaron públicamente en el idioma de la poesía? Todo lo que se dijeron, todo lo que nosotros hemos escuchado como intrusos o espías que han pinchado una línea telefónica, existe únicamente en forma de poema por la sencilla razón de que para ellos la poesía era el género más alto, el dominio de la palabra en plenitud. Es también el espacio de una palabra ambigua y reticente que no se deja manipular por los demás y capaz, por tanto, de engendrar (y guardar celosamente) algún indicio de verdad.

Así que, en honor a esa palabra y a esa poesía, cuelgo aquí un viejo poema de Hughes, «Widdop», que publiqué en un viejo libro mío con el título de «Principio del páramo». Aquí está el mundo genésico y brutal de Hughes, que es también el paisaje donde creció y en el que, por cierto, está enterrada (bajo una lápida que ha sido profanada demasiadas veces) la propia Sylvia Plath:


Ted Hughes

PRINCIPIO DEL PÁRAMO

Donde no había nada
alguien dispuso un lago amedrentado

Donde no había nada
hombros de piedra
se abrieron para sostenerlo

De las estrellas vino un viento
descendió al agua olió el temblor

Con los ojos cerrados, con manos enlazadas
los árboles se ofrecieron al mundo

El brezo se encogió, asustado

Nada no hay nada
hasta que una gaviota

Rompe
escapa

De la nada a la nada:
un rasguño en la tela

Versión de J. D.

jueves, septiembre 14, 2006

breve desfile de hormigas blancas

Estarían menos satisfechos de sí mismos si, además de firmar pilas de libros, tuvieran que sostenerlas para que no cayeran.

*

Políticos como antorchas humanas. Se inflaman y arden sin aviso. Quedan reducidos a un puñado de tinta.

*

Ese, el que nunca sonríe. Ese, el de los dientes enmohecidos.

*

La noche. Aunque fuera tan sólo para inventar los ojos del gato.

*

Echar raíces, dicen. Pero son los lugares donde hemos vivido los que arraigan en nosotros, los que buscan tierra nutricia en nuestro hacer y nuestro recuerdo.

*

Poemas como maniquíes. Tienen una interpretación nueva para cada pase.

*

Lo que entra fácilmente en el oído suele pasarse de frenada. La oreja contraria como despeñadero.

*

Un libro es lo que queda después de haber pasado infinitas veces por el mismo sitio. No una construcción: un surco, una herida en la tierra, la huella reiterada de unos pies afanosos.

*

Pensar, no con contradicciones, sino en el espacio abierto por las contradicciones.

*

El roce con la multitud, que nos afila y nos desgasta, que nos hace casi inexistentes.

*

El que llega a los libros como ante el mostrador de unos grandes almacenes. Lo peor es que siempre hay escritores con vocación de dependientes.

*

En aquel país, los días sólo existen en la medida en que sepan alimentar los sueños.

*

Pasear, para que la cháchara incesante de la conciencia se convierta en ruido de fondo.

domingo, septiembre 10, 2006

poesía en el círculo de bellas artes

A los que vivís en Madrid y alrededores, os recuerdo que el próximo miércoles 13 de septiembre, a las ocho de la tarde, y en la sala Valle-Inclán del Círculo de Bellas Artes, tendrá lugar una nueva lectura del ciclo Poesía española contemporánea, que inauguramos el pasado mes de febrero.

Esta vez los poetas invitados serán Agustín Delgado (1941) y Guadalupe Grande (1965; en la foto), de cuya obra doy una breve muestra ilustrativa. Será una ocasión estupenda para vernos y escuchar buena poesía. (Por cierto, si queréis más información sobre el ciclo y las lecturas que lo componen, podéis consultar esta página dentro de la web del Círculo de Bellas Artes.)

Os esperamos.


Agustín Delgado (León, 1941) fue cofundador y responsable de la revista de poesía Claraboya (León,1963-68). Ha sido colaborador de la revista Leer desde 1998 hasta la actualidad.
Es autor de seis poemarios recogidos en De la diversidad. Poesía 1965-80, (Hiperión, 1983). Posteriormente ha publicado Sansirolés (Endymion, 1989; 2ª edición, 1993), Mol (Premio Eugenio de Nora; Endimión, 1998), Zas (con dibujos de Eugenio Chicano; Trama editorial, 1999), Espíritu áspero (Junta de Castilla y León, 2001) y Discanto (prólogo de Luis Mateo Díez; Visor, 2005).

De Discanto

La sangre te riega menos la cabeza.
La luz sigue penosamente germinando.

El día queda alto.
El mar calla celoso.

La sangre va ahora espesa.
Tu silencio bate más fuerte.

Este poema se escribe con tu sangre.


Guadalupe Grande (Madrid, 1965) es licenciada en Antropología Social (UCM). Ha publicado los libros de poesía El libro de Lilit («Premio Rafael Alberti 1995», Renacimiento, 1996) y La llave de niebla (Calambur, 2003). Su relato «Fábula del murciélago» fue accésit del Premio Barcarola 1996.

De «Ocho y media» (La llave de niebla)

Es pronto:
no sé a dónde,
pero hemos llegado pronto.
Por lo demás, todo sigue.
Aunque yo no entienda lo que dice la palabra prisa
aunque no sepa lo que nombra la palabra ruido,
aunque no comprenda lo que calla la palabra calla,
los zapatos silenciosos,
en su obstinada decisión de no perderse,
lo entienden todo por mí.

jueves, septiembre 07, 2006

ínsula y la traducción de poesía

Si visitáis esta bitácora, hay muchas probabilidades de que os interese todo lo relativo a la traducción literaria y, en concreto, la traducción de poesía. De eso más o menos, del estado de la traducción poética en España, trata el último número (monográfico) de la revista Ínsula, coordinado por uno de nuestros mejores poetas e hispanistas, nada menos que José María Micó. En él se dan cita trabajos de poetas y críticos tan prestigiosos como Andrés Sánchez Robayna, Pilar González Bedate, Aurora Luque, José Francisco Ruiz Casanova, Luis Martínez de Merlo, Miguel Gallego Roca o el propio Micó, entre otros. La nómina es intachable y asegura un alto nivel crítico. Según el índice, parece que hay una saludable alianza de reflexiones teóricas con análisis más concretos y detallados. En fin, si queréis averiguar más cosas sobre este último número de Ínsula, os invito a pinchar aquí,

donde, además, encontraréis información sobre cómo adquirirlo. Y es que comprar determinadas revistas culturales se está haciendo cada vez más difícil: ya son muchas las librerías literarias que han comenzado a abdicar de su responsabilidad y no «trabajan», como se dice en el gremio, estas revistas. Ocupan mucho espacio y se venden mal, al parecer. La razón es demasiado simple y habrá que entenderla en relación con otras. ¿Cómo se explica, si no, que El Ciervo sólo se pueda adquirir en Madrid en Paradox o en alguna librería paulina? ¿O que en la mayoría de los quioscos de esta ciudad preguntar por una revista cultural despierte una mirada de franca indiferencia en el dependiente? Pero el tema es demasiado vasto y nos llevaría por vericuetos muy complejos. Otro día, quizá.

miércoles, septiembre 06, 2006

una respuesta

¿Cuándo harás todo lo que piensas?, pregunta el prolífico. Bendita inconsciencia. Como si él pensara todo lo que hace.

martes, septiembre 05, 2006

un poema de ashbery

Y, después de la teoría, algo de práctica. Este poema de Ashbery apareció originalmente en The New Yorker con el título de «The Love Interest», y es un buen ejemplo de esa voz irónica y elusiva de que hablaba en mi reseña. Me atrajo, sobre todo, la última estrofa, con su tono entre indiferente y resignado, el modo en que asordina el pálpito emocional. (El título, por cierto, hace referencia a la necesidad de que en todo guión comercial haya un «love interest», es decir, un argumento de corte amoroso que interese a los posibles espectadores: de ahí mi decisión, sin duda discutible, de traducirlo simplemente como «La historia de amor».) Buena lectura.


John Ashbery


LA HISTORIA DE AMOR

La vimos venir desde siempre,
luego ya estaba aquí, en línea
con el paseo de aquel día. Para entonces, éramos nosotros
los que habíamos desaparecido, en el túnel de un libro.

Despertando en la madrugada, nos unimos al flujo
de las noticias de mañana. ¿Por qué no? A diferencia
de algunos otros, no tenemos nada que pedir
o que tomar prestado. No somos sino piezas de sólida geometría:

cilindros o romboides. Cierta satisfacción
nos ha sido otorgada. Sí, claro, siempre volvemos
a por más… Es parte del aspecto «humano»
del desfile. Y existen regiones más oscuras

perfiladas, que habría que explorar alguna vez.
Por ahora nos basta con que el día se haya acabado.
Trajo su carga de frescura, la dejó caer
y se marchó. En cuanto a nosotros, seguimos aquí, ¿no es cierto?

Versión de J. D.

sábado, septiembre 02, 2006

autorretrato en espejo convexo, de john ashbery

Esta reseña de Autorretrato en espejo convexo (DVD, 2006) vio la luz en el número de verano de Quimera. Cumplido su ciclo natural en la revista, la cuelgo aquí, convencido de que la publicación de este libro es un acontecimiento editorial, de lo mejor que ha aparecido en lo que llevamos de año. Si no lo habéis hecho aún, leedlo; no os arrepentiréis.


DESVÍOS Y DIVERSIONES

[John Ashbery, Autorretrato en espejo convexo, traducción, prólogo y notas de Julián Jiménez Heffernan, DVD Ediciones, Barcelona, 2006, 252 páginas.]

Escribía Auden en uno de sus mejores ensayos fragmentarios, «Leer», que «cualquier crítico concienzudo que se ha visto en la obligación de reseñar un nuevo libro de poemas en un espacio limitado sabe que el único proceder honesto sería ofrecer una serie de citas sin comentario, pero que, si lo hiciera, su editor le acusaría de no estar ganándose el pan» (La mano del teñidor, 1948). En el caso que nos ocupa, este proceder debería modificarse ligeramente para acoger, no uno, sino dos libros complementarios, pues Julián Jiménez Heffernan, el responsable literario de este Autorretrato, ha escrito un largo y enjundioso estudio que acota a la perfección y viene a replicar, en el plano de la crítica, el carácter desprendido (derrochador) de la poesía de Ashbery, su jouissance imagística y verbal. Ya lo hizo, con igual fortuna, en su edición de Tres poemas, también editada con esmero por DVD Ediciones hace dos años, y que nos acercaba uno de los momentos más altos de esta obra, un punto de inflexión y crisis textual que sigue estando en el horizonte de todo lo que Ashbery ha escrito luego.

Así pues, si quisiera ser honesto con mi percepción de estos dos libros, haría de este comentario un calidoscopio de citas intercaladas que se alumbraran mutuamente, algo que el propio Jiménez Heffernan ensaya en algunos momentos de su estudio (pp. 21 y 25). Y es que, pese a su carácter elusivo y la torsión escurridiza con que su escritura parece sortear las expectativas ajenas, la obra de Ashbery, como toda hija obediente de la modernidad, no escapa a la tentación de explicitar sus propias claves. De tal forma que si «El nuevo sistema», el primero de los Tres poemas en prosa publicados en 1972, se abría con una exuberante declaración de intenciones: «Pensé que, si podía ponerlo todo por escrito, ésa sería una forma. Y luego se me ocurrió que dejarlo todo fuera sería otra forma, aún más verdadera», los poemas de este Autorretrato en espejo convexo, publicado tres años más tarde, abundan en insinuaciones metapoéticas que actúan a modo de cotas o pointers, permitiendo que el lector reconozca vagamente su entorno: «Lo intenté todo, sólo que algunas cosas eran inmortales y eternas», «una balada / que incluye al mundo entero, ahora, pero levemente, / levemente aún, aunque con amplia autoridad y tacto» («Como uno al que meten borracho en un paquebote»), «Todas las cosas parecen menciones de sí mismas / y los nombres que brotan de ellas se ramifican en otros referentes» («Grand Galop»). Estas citas, y otras muchas que podrían aducirse, dan cuenta de la dimensión, digamos, más intelectual o reflexiva de esta poesía, algo particularmente visible en el largo poema epónimo que cierra este libro y que fue, gracias a los buenos oficios de Javier Marías, lo primero que pudo leerse de Ashbery en nuestro país (Poesía, Invierno 1985-86). (Aunque es tema que daría para un largo ensayo, no quiero dejar de apuntar que la temprana publicación de «Autorretrato en espejo convexo», poema de inhabitual coherencia sintáctica y meditativa dentro del corpus ashberiano, pudo introducir una percepción errada del alcance y virtudes de su escritura. Se agradece por tanto que Jiménez Heffernan haya antepuesto a sus traducciones dos largos ensayos explicativos que, además de sintetizar las conclusiones de la crítica anglosajona, ofrecen su lectura personal.)

Con todo, este elemento meditativo, salvo en el ya mencionado «Autorretrato» y alguna otra pieza aislada, es más gestual que otra cosa. Su inserción en el verso es producto de la fascinación lúdica (casi infantil) de Ashbery por las múltiples modalidades discursivas que le rodean. Lo meditativo convive en términos de igualdad con apuntes del natural dignos del mejor romanticismo, la morosidad impresionista y la pintura de interiores que Ashbery descubrió en Proust y Henry James, la erudición atrabiliaria a lo Thomas de Quincey, pero también con las jergas periodísticas y de la cultura demótica (la televisión, el Reader’s Digest), el lirismo gaseoso y degradado de los seriales y la música popular, la sensualidad atmosférica y el gusto por la frase enigmática y rotunda del cine negro. En Ashbery se dan la mano con extraña naturalidad la tradición de la vanguardia y el ejemplo de cierta modernidad bizarra (de Thomas Lowell Beddoes a Raymond Roussel, del propio De Quincey a Gertrude Stein) con las diversas expresiones de la cultura de masas norteamericana, por la que el poeta siente una fascinación que podríamos tildar de aristocrática, en la medida en que celebra su distancia fatal de la misma, su condición de ser culturizado en una sociedad donde la posesión de cultura es un estigma inocultable. Así, en «Sentimientos encontrados», el hablante convoca una imagen en sepia («cosecha aproximada de 1942») en la que conviven sin esfuerzo el ácido de la ironía y la sonrisa tolerante: «Un olor agradable a salchichas fritas / golpea los sentidos, junto con una antigua fotografía, / casi borrada, de lo que parecen chicas holgazaneando / alrededor de un bombardero (...) / Eh, chicas, ¿qué hacéis en vuestro tiempo libre? Caramba, / podría exclamar una de ellas, no soporto a este tipo. / (...) No me ofende que estas criaturas (ésa es la palabra) / de mi imaginación me tengan en tan poca estima, me presten tan poca atención. (...) / Me gusta el aspecto / que tienen, cómo actúan y sienten. Me pregunto / qué las llevó a ser así, pero no voy a perder / ni un minuto más pensando en ellas».

Lo singular en Ashbery, como en el primer Auden o los mejores poemas de Gil de Biedma, estriba en el tono. Por tono entiendo un clima sonoro, un fraseo que no depende de la música y los ritmos tradicionales, con su tallado obsesivo de cada frase y cada verso, su noción del golpe acentual como cifra de la analogía trascendente. La música de Ashbery es laid-back, inclusiva, sensualista y rococó a la manera de Wallace Stevens pero también, cuando quiere, prosaica y fingidamente desmañada, síntoma de su gusto por la sonoridad del lenguaje coloquial, ese vernacular al que todos los poetas norteamericanos (llámense Whitman o Emily Dickinson) se han adherido alguna vez. Eso sí, sin transgredir nunca, al menos en este libro, los límites de cierto decoro, de una mesura o sentido del equilibrio que pone en armonía los distintos elementos de este collage discursivo. Es un tono peculiar al que no es ajeno, como bien ha señalado Thomas Disch, la omnipresencia de la partícula «it», ese pronombre neutro que tantos quebraderos de cabeza ha dado a los traductores y que encarna a la perfección el natural indefinido de esta poesía, su carencia de contornos exactos y apresables.

El resultado, como lo define el propio poeta en «Autorretrato», es un «carrusel [que] arranca lentamente / y acelera y acelera: mesa, papeles, libros, / fotografías de amigos, la ventana y los árboles / fundiéndose en un solo anillo neutro que me rodea / por todas partes, mire donde mire. / Y no puedo explicar el mecanismo de nivelación, / la razón de que todo haya de reducirse a una sola /sustancia uniforme, un magma de interiores». Esta inquietud por no poder explicar la estrategia de «nivelación» de su propia poesía resulta bastante excepcional en nuestro autor, poco adepto a la duda angustiosa o la melancolía de quien descubre sus límites, pero es lo que singulariza el largo poema final y otorga, en retrospectiva, una pátina otoñal y elegíaca al conjunto. Con todo, este barniz no logra borrar la impresión primera, la de estar escuchando, como afirma Helen Vendler en frase que cita Jiménez Heffernan, una voz «flotante, alusiva, maliciosa, desganada, suave, genial, pusilánime, complaciente, soñadora, confiada, oscilante, diplomática, auto-reprobatoria, cómica, coloquial, desesperada, ingeniosa, educada, nostálgica, evasiva, divertida». Demasiadas alternativas, demasiados saltos y sobresaltos, demasiados desvíos. Pero si recordamos que la traducción inglesa de «desvío» es diversion, pariente etimológico de nuestra «diversión», comprenderemos que leer a Ashbery supone deponer la seriedad alerta que asociamos al género y que tanto ha envarado nuestra poesía. Ashbery nos obliga a replantearnos nuestras estrategias lectoras y a entrar en la página con una suerte de soñolencia activa que replica la suya propia: un ámbito en el que todo puede no ocurrir, y de hecho no ocurre. Haber convertido esta no-ocurrencia en un discurso de inagotable riqueza es tal vez el logro mayor de Ashbery y la prueba más pertinente de su grandeza.